55. Juegos de manos

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Para encontrar la magia, a veces es suficiente con creer en ella

Walt Disney

Desde la niñez sentimos fascinación por lo inexplicable. A medida que crecemos vamos encajando en el puzzle del conocimiento algunas de las piezas que fueron quedando apartadas en el tiempo y que, en un instante imprevisto, la memoria se encargó de rescatar consiguiendo que aquello que parecía abstruso o difícil de concebir se convirtiese en evidente y trivial. Junto con la propia experiencia, libros del estilo de El por qué de las cosas servía también como maestrillo pedagógico para enseñar a pequeños y mayores que la práctica totalidad de los fenómenos físicos que percibimos tienen su explicación (y para el resto siempre se pueden argüir hipótesis razonables). No obstante, todavía existen misterios que, sean de nuestro interés o nos pasen desapercibidos, permanecen ocultos en ese inhóspito territorio de las tinieblas donde el temor a lo desconocido infunde respeto y admiración. La nigromancia o la predicción del futuro encerrado en una bola de cristal son incógnitas enmarcadas en escenarios místicos en los que videntes y echadores de naipes se mueven como peces en el agua. Pero sin recurrir a la magia negra tenemos aquella otra que nos seduce con su espectacular puesta en escena porque sabemos que cuando un mago empuña su varita todo es posible.

Los prestidigitadores como Houdini poseen unos dedos prodigiosos. Sus manos parecen estar manipulado una cosa mientras que en realidad están tocando otra. David Copperfield (ese ilusionista con nombre de personaje dickensiano) es capaz de hacer desaparecer la Torre Eiffel delante de miles de personas o evadirse milagrosamente de un tanque lleno de agua teniendo las extremidades encadenadas con grilletes de presidiario y los ojos vendados. Los haces de luces de colores, la música con tintes enigmáticos y la rigurosa vestimenta empleada (impecable frac negro con pajarita) dan credibilidad a las increíbles ocurrencias de sus prolíficas mentes. Mueven los hilos con la perfección de un ajedrecista sobre el tablero. Otros magos (menos efectistas pero igualmente sorprendentes) sacan conejos de chisteras aparentemente vacías, hacen aparecer blancas palomas bajo pañuelos de seda o simulan partir en dos a sus ayudantes con sierras de escalofriantes dientes de acero. Todo con la sutilidad de una bola de billar deslizándose sobre el tapete durante la ejecución de una carambola a tres bandas.

Alejado de semejantes demostraciones de virtuosismo, a Juan Tamariz (genio y figura hasta la sepultura) le basta una baraja francesa para hacer reír y asombrar a partes iguales gracias a su salero innato. Apoyándose en su ostensible fealdad nada acomplejada y en su aspecto descuidado (pantalones vaqueros desgastados, chalecos que han conocido mejores tiempos, melena canosa desgreñada y gafas de culo de vaso) acaricia los dorsos de las cartas de corazones, rombos, picas y tréboles mientras con un rictus de inocente ingenuidad escoge un participante entre el público asistente a su actuación. Tras hacer las oportunas presentaciones con chascarrillos y tomándole un poco el pelo le pide a su nuevo socio que corte, mezcle y, si es tan amable, escoja un naipe del abanico de cincuenta y dos que Tamariz le extiende. El incauto colaborador (presa fácil donde las haya) realiza su elección entre risas y tics nerviosos. A continuación el mago le dice que memorice la carta escogida y la devuelva al mazo. Una vez echado el cebo comienza el recital. Tamariz saca a relucir sus geniales dotes de embaucador. Manipula la baraja de cartas con pasmosa velocidad acabando por colocarlas boca abajo sobre la mesa. Con destreza de trilero va embrollando la madeja con chistes y bromas. Al voluntario en semejante farsa ya le cuesta seguir el razonamiento porque a esas alturas está medio noqueado. Ahí es donde la habilidad y pericia del mago salen victoriosas. Tras larga perorata explicativa acaba señalando la carta que (para asombro de su partenaire y de toda la concurrencia) es la misma que había sido pensada. La actuación culmina infaliblemente con el apoteósico Charara, raraaaa!!!! mientras Tamariz hace el gesto de tocar un violín.

Los secretos de esta profesión deben mantenerse como tales. Desvelar sus trucos sería una estupidez. Nos privaríamos del placer de saborear ese elixir cuajado de ilusiones y sorpresas que mana de la inagotable fuente de la fantasía.

Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora