Es hermoso creer en la luz cuando es de noche
Raoul Foureau
Invisibles (documental producido por Javier Bardem) da voz a los desheredados del mundo. En una de sus crónicas (dirigida por el cineasta Wim Wenders) los habitantes de la República "Democrática" del Congo relatan en primera persona cómo sobreviven en la vorágine de violencia que los rodea. Son testigos y víctimas de los crímenes más atroces de los que es capaz el ser humano. Los señores de la guerra (en connivencia con un gobierno y una policía corruptos) dominan con puño de hierro un país sumido en la ley del terror. Secuestran a niños para convertidos en soldados; violan reiteradamente a las mujeres y les amputan miembros corporales a los hombres o directamente los matan de un tiro en la nuca. Además interceptan los convoyes de ayuda humanitaria que intentan paliar la hambruna y las enfermedades que diezman a una población atemorizada y desesperada. No es de extrañar que la gente huya de semejante infierno sin importarles los obstáculos que puedan encontrarse. Nada puede ser peor que la realidad que tienen en su tierra natal. De ahí que emprendan una cruzada sin retorno.
En su éxodo los refugiados, provenientes de todos los rincones del continente africano, abandonan la hostilidad de su territorio de origen albergando la ilusión de hallar un lugar donde sean bien acogidos y puedan vivir con dignidad. A bordo de automóviles medio destartalados cuyos motores chirrían como cuervos quejumbrosos o de autobuses colapsados por familias enteras que se asfixian de calor, alcanzan una escala inevitable en su periplo, el punto más septentrional de África: Tanger. En las dársenas del bullicioso puerto de esta ciudad marroquí una muchedumbre nerviosa e impaciente se dispone a enfrentarse a la travesía más arriesgada que pueda imaginarse. Cientos de pares de ojos llenos de temor fijan su atención en los barcos que ponen rumbo al norte. Saben que como polizones sus posibilidades de éxito se reducen. Así que no les queda más remedio que recurrir a la vía clandestina. Se dirigen a las pateras que, camufladas y lejos de la vista de las autoridades, permanecen amarradas y a salvo de las corrientes en las tempestuosas aguas del Estrecho. Ni siquiera se plantean que esas frágiles embarcaciones con tantas cicatrices en su casco puedan surcar varias millas náuticas en un bravo océano sin irse a pique como un bloque de plomo con ellos dentro.
Las mafias dedicadas al lucrativo negocio del tráfico de inmigrantes ilegales actúan sin ningún tipo de escrúpulo. Los espaldas mojadas tienen que ahorrar durante años para poder asumir el pago que éstas les exigen para introducirlos en Europa. El viaje es una lucha sin cuartel plagada de adversidades. Si no se ahogan porque la patera se hunde tienen que enfrentarse a las patrulleras de los servicios costeros de vigilancia. Si logran alcanzar la orilla, los miserables desventurados corren como almas que lleva el diablo y se dispersan en la oscuridad. Cualquier pequeña cala de la península ibérica, de Francia o Italia es proclive a ser el punto de desembarco. Luego mediante los escondites más inverosímiles (un maletero, un camión frigorífico) intentan burlar a los controles en las fronteras. La mayoría de extranjeros son capturados y recluidos en centros temporales de acogida donde pasarán semanas o meses antes de ser deportados en avión a sus países de procedencia. Aquellos afortunados que se acogen a programas de integración promovidos por organizaciones de ayuda social y logran que sus papeles estén en regla tras haber presentado muchas solicitudes ante los organismos gubernamentales ven el cielo abierto. Los permisos de residencia para ellos representan un billete al paraíso, aunque en la mayoría de los casos no les sirva más que para ejercer de temporeros en un mar de plástico, recolectando frutas y hortalizas en invernaderos hasta que las cosechas terminan.
No corren mejor suerte la mayoría de los que renuevan sus estancias porque consiguen trabajos precarios de baja cualificación donde reciben poco más que el sustento y el techo por jornadas maratonianas bajo un sol de justicia. Les espera la marginación, la intolerancia y el racismo de buena parte de la sociedad. En ocasiones hasta un destino más cruel. Lucrecia Pérez no llegó desde África sino desde la República Dominicana (un país de una belleza arrebatadora, oasis de paz, con paisajes propios del edén en el corazón del Caribe, donde tantos turistas españoles acuden a pasar su luna de miel o a disfrutar de sus riquezas naturales). Se alojaba en un barrio de chabolas de la periferia de Madrid. Una fatídica noche un grupo de neonazis atacó el poblado donde vivía y varios disparos alcanzaron a Lucrecia hiriéndola fatalmente. Ella nada sabía de xenofobia ni de odio interracial. Tan solo era una mujer que había cruzado de punta a cabo el océano Atlántico para ganarse la vida honradamente y sacar a su familia adelante. Ése fue el pecado que cometió. De su desgracia al menos salió algo positivo. Su caso tuvo una gran repercusión mediática y no se quedó en el anonimato, abriéndose así una senda de esperanza para otros que todavía sueñan con cambiar su sino.
La inmigración hacia el Viejo Continente es sólo la punta del iceberg del fracaso de la globalización y se está convirtiendo en un cáncer incurable que se extiende sin freno. Para la opinión pública la cotidiana e ininterrumpida avalancha de inmigrantes por el sur de España sólo es una más de las noticias que se oyen a diario, como las trifulcas políticas patrias o las bombas en la franja de Gaza. Dista mucho de representar una prioridad atajarla. Como mucho preocupación para la Guardia Civil, que como siempre realiza un trabajo ejemplar arropando a miles de personas medio muertas de hambre, de sed y que tiritan de frío empapados en salitre. Muchos ciudadanos son solidarios (hacen donaciones a ONG para el desarrollo o prestan desinteresadamente su tiempo como voluntarios), pero lamentablemente eso no llega. Todavía quedan demasiados huecos que llenar. Hay demasiada gente que no aporta nada o poco más que insignificantes limosnas. Ciudadanos que se consideran muy altruistas por depositar conmiserativamente una moneda en la aterida mano del sinhogar que yace postrado en un sucio colchón en la húmeda acera de la calle del olvido. Porque sin conciencia el sueño se concilia mejor. El espíritu filantrópico está en recesión. Somos indulgentes con nosotros mismos. Queremos creer que ya se encargarán otros de ayudar a los vagabundos que, como espectros fantasmagóricos, se acurrucan en las sombras; que ya llegará el que socorra a quienes como barcos sin timón bregan por no hundirse en las profundas aguas de la desolación. Preferimos no empatizar con su sufrimiento procurando olvidar su patética estampa porque no soportamos la incertidumbre. Nos aterroriza hacernos una pregunta cuya respuesta ignoramos: por qué ellos tuvieron la desgracia de nacer en el lugar equivocado.
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Promesas incumplidas de juguetes rotos
No FicciónAtrévete a parar durante un rato tu frenético ritmo de vida. Aquí hallarás reflexiones profundas sobre temas que nos preocupan a todos contadas desde un punto de vista crítico y personal.