49. La quimera de conquistar el espacio

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Somos una imposibilidad en un universo imposible

Ray Bradbury

Disfrutar de una travesía en góndola por los canales de Venecia, admirar las luces doradas del París nocturno o contemplar la majestuosidad del sol de medianoche en las llanuras heladas de Laponia son placeres irresistibles, exquisitos y de una sensualidad tan voluptuosa como una caricia a flor de piel. Tales regalos de la Creación son exclusivos de este rinconcito idílico del Cosmos en el que la vida surgió por arte de la diosa fortuna con prodigioso esplendor. Preguntarse por qué implica meterse en el resbaladizo territorio de la metafísica y difícilmente hallaremos una respuesta. Cuestionarse si estamos solos en el firmamento tampoco es trivial. Los astrónomos del proyecto SETI llevan más de medio siglo barriendo el espectro electromagnético a la caza de una sutil señal de radio que pueda haber sido enviada desde alguna lejana galaxia y todavía no han logrado progresos sustanciales.

Aunque sólo sea por mera probabilidad debe haber algo o alguien más ahí fuera, aun cuando pretendamos ser tan ingenuos o arrogantes como para creer que entre billones de boletos sorteados en el Big Bang nos haya tocado el premio sólo a nosotros. En el insondable infinito deben existir formas de vida (cuya inteligencia no deberíamos entrar a valorar, pues es un concepto relativo) que todavía no hemos descubierto. Al fin y al cabo en términos de evolución sideral tan solo representamos un capítulo muy breve en el gran libro de la historia universal, por lo que es casi materialmente imposible que el homo sapiens (que lleva 200.000 años en el planeta Tierra) halla entrado en contacto con algo que pudo haber existido en algún momento de la historia del Universo (13.600 millones) o que incluso pueda existir en un futuro en el que el hombre ya no sea más que polvo de estrellas. Considerando la suerte inverosímil que hemos tenido no podemos descartar ninguna posibilidad.

Desde la antigüedad, el espacio representó un profundo océano de secretos que el hombre, armado de paciencia y con grandes dosis de perseverancia, se propuso desvelar. Las mentes más brillantes de la ciencia apuntaron sus telescopios al cielo y se descubrieron planetas, satélites, estrellas, cometas y otros cuerpos celestes al tiempo que enunciaron las leyes que gobernaban su movimiento y descubrieron cómo se formaban y destruían. Ya en pleno siglo XX se despertó un súbito interés por conquistar el espacio entre las dos superpotencias mundiales en aquel entonces (Estados Unidos y la extinta Unión Soviética). En un alarde de poder ambos países crearon agencias aeroespaciales para ostentar el privilegio de ser los primeros en poner el pie en la Luna. Nuestro satélite mostró un aspecto desolador e inhóspito aquel 20 de julio de 1969 cuando los astronautas del Apolo XI dejaron su huella para la posteridad sobre aquella superficie yerta y solitaria. Se produjeron grandes avances tanto en la puesta en órbita de misiones tripuladas como en las ramas científicas, que revolucionaron la perspectiva y el conocimiento que teníamos de nuestro planeta. Los satélites artificiales nos han permitido lograr hitos tales como establecer una red de comunicaciones mundiales, realizar predicciones meteorológicas o vigilar y controlar procesos medioambientales.

Nos reconforta haber aprendido cómo se produjo el colosal parto cósmico que nos dio a luz; qué hay más allá del Sistema Solar; cómo se forma un agujero negro; por qué los cometas tienen esas colas tan hermosas o qué da lugar a las lágrimas de San Lorenzo cada 11 de agosto. Nadie duda que la sonda Voyager 1 es uno de los mayores logros de la humanidad, y podemos seguir mandando este tipo de robots a lugares ignotos. Pero lo de insistir en seguir invirtiendo toneladas de dinero en programas que tengan como misión realizar viajes interplanetarios tripulados es absurdo. Continuar dilapidando recursos en forma de cohetes y naves a destinos remotos es una insensatez. Porque, aunque nos pese, los terrícolas no estamos preparados para afrontar ese desafío. En condiciones de ingravidez flotamos, nos mareamos, sentimos vértigo, nuestros huesos se descalcifican y envejecemos prematuramente. Por no hablar de que sin atmósfera protectora los rayos cósmicos pueden aniquilarnos. Debemos convencernos de que nuestro mundo es un frágil edén, el oasis más diminuto en medio del desierto más colosal jamás imaginado y debemos enfocar todos nuestros esfuerzos a la ardua tarea de preservarlo. De ahí que no debemos renunciar a nuestras ansias innatas de descubrimiento, pero sí a pretender colonizar mundos extraterrestres. Si limitarnos a contemplar la grandeza del Cosmos (donde las constelaciones, nebulosas y rutilantes estrellas parecen delicadas joyas labradas por las expertas manos de un orfebre) no nos parece suficiente y pretendemos abandonar nuestro hogar nos equivocaremos de medio a medio.

Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora