9. El mayor espectáculo del mundo

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El hombre sufre tan terriblemente en el mundo que se ha visto obligado a inventar la risa.

Friedrich Wilhelm Nietzsche

Suelen instalar la carpa de lona a rayas blancas y rojas, toda engalanada con banderitas multicolores, en una explanada situada en los suburbios. Al entrar en el recinto donde tiene lugar el show vemos una legión de trailers y autocaravanas de tinte cañí con pegatinas del toro de Osborne en las lunas de los parabrisas y el sonido de la música de Los Chunguitos resonando en unos bafles que conocieron mejores tiempos. En las taquillas se despliegan varios posters de la compañía circense en los que una imagen gigante de un payaso con nariz de goma y peluca de rizos sonríe junto al fotomontaje de un tigre que ruge en segundo plano.

Al grito de júbilo "¿Cómo están ustedeeeeeeessss?????" el plantel de artistas se presenta bajo el foco del escenario enfundado en sus respectivos disfraces histriónicos agarraditos de las manos y saludando al público mientras hacen reverencias y la algarabía se adueña del ambiente. La respuesta infantil con un estridente "¡Bieeeeeennnn!!!!! es jaleada a coro por las gargantas del tropel de chiquillos que aplauden hasta que les arden las palmas de entusiasmo. Los pies patalean en las gradas retumbando como los tambores de una tribu africana.

En los números cómicos los clowns hacen el ganso zarandeándose con aspavientos y movimientos de títere. El payaso los deja en evidencia para provocar la broma y el escarnio, que puede consistir en un tartazo en pleno rostro causado por sorpresa o el sobresalto causado por el soplido de un matasuegras al oído. Cualquier ocurrencia ingeniosa le sirve a la pareja de profesionales del esperpento para que jóvenes y mayores se partan la caja desternillándose, dejándose contagiar por el buen humor y la alegría que les rodean.

Los animales constituyen un elemento esencial en el engranaje de toda la maquinaria circense. Sus actuaciones (las más deseadas y admiradas por su llamativa puesta en escena) suponen la esencia de toda la representación. Elegantes damas a lomos de caballos blancos con los ojos vendados que galopan en círculo o domadores de leones que sueltan el látigo para imponer respeto provocando estupor al abrir las jaulas de barrotes metálicos e introducir su cabeza en el interior de las fauces de semejantes fieras cuyos afilados colmillos sobresalen dejando atónito al público ante tamaña temeridad.

Suspendidos sobre el escenario cuelgan del techo los trapecistas como auténticos hombres araña. Trepan al trampolín de lanzamiento con agilidad felina. Desde ambos extremos de la cúpula se balancean uniendo brazos y piernas con piruetas y saltos mortales al vacío. La concurrencia se queda pasmada ante tal demostración de habilidad que recuerda a Philippe Petit, el hombre que, en la clandestinidad, preparó durante años la hazaña de caminar sobre un alambre uniendo la distancia que separaba las desaparecidas Torres Gemelas dejando estupefacto a Manhattan y al resto del mundo.

Lamentablemente todo es pura fantasía. El espectáculo disfraza la realidad de quienes regalan sonrisas mientras padecen los sacrificios que implica llevar una vida bohemia y ambulante. Hoy aquí, mañana allí, de pueblo en ciudad, de verbena en fiesta popular, con la casa a cuestas y la furgoneta tragando kilómetros de carretera. Idem del lienzo para los gitanos de los mercadillos de ropa y top manta que despliegan su mercancía en cualquier parte y, con su serenata de "¡todo a 3, princesa, que hoy lo regalamos!" , se dan con un canto en los dientes si al final de una dura jornada al aire libre haga frío o calor logran cubrir gastos.

Los feriantes son otro colectivo del mismo gremio como los ganaderos trashumantes que van de un sitio a otro buscando su fortuna. Casi todos nos hemos subido alguna vez a la noria o al saltamontes; hemos pilotado un coche de choque; derribado latas vacías de sopa con una pelota; ganado un osito de peluche para nuestras novias tirando a los patos; comprado algodón de azúcar, churros o almendras garrapiñadas recién salidos de grandes ollas impregnadas de olor a fritanga barata....y, por supuesto, participado comprando boletos en la gran tómbola de la suerte en la que delante de un micrófono el charlatán de turno nos embobaba cantando premios con gran alborozo. Pero rara vez nos hemos parado a pensar qué vida más perra llevan quienes nos proporcionan tantos ratos de ocio y diversión.

Otros artistas que deben aguzar el ingenio para poder sobrevivir son los mimos, estatuas vivientes que se colocan en las plazas y lugares turísticos más concurridos. Tras pasar horas preparando sus atuendos con minuciosidad e invirtiendo mucho esmero en maquillarse para adquirir una apariencia lo más similar posible al personaje que desean representar, posan erguidos y serios sin moverse lo más mínimo. Tan solo cuando un paseante generoso se acerca y deposita unas monedas en un sombrero dejado al efecto a sus pies, el mimo hace un gesto de agradecimiento a cámara lenta esbozando una hermosa sonrisa tras lo cual vuelve a su estado de inactividad como si se le hubiesen acabado las pilas de repente.

Quizá la nota más triste la pongan todos aquellos que viven de hacer reír a los demás cuando tienen que quitarse la máscara en la intimidad y reunir la cosecha diaria. No es plato de gusto experimentar la sensación de cansancio y hastío, de notar que las miserias propias no se disipan como la niebla cuando el sol brilla con fuerza, sino que permanecen ancladas al fondo del alma. Consuela que haya pan y algo caliente que llevarse a la boca para cenar y no tener que dormir al raso con las estrellas como único techo, pero ¿quién les garantiza que al día siguiente no sea eso lo que les aguarde?

Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora