34. Consumidos

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Buscamos la felicidad en los bienes externos, en las riquezas, y el consumismo es la forma actual del bien máximo. Pero la figura del consumidor satisfecho es ilusoria: el consumidor nunca está satisfecho, es insaciable y, por tanto, no feliz.

José Luís López Aranguren

Las ansiadas vacaciones invernales que evoco cuando vuelvo atrás las páginas del libro de mi vida adquieren hoy un enternecedor cariz de armonía. Los más pequeños de la casa (sin la obligación de ir al cole a darle la turra a los maestros) lo pasábamos de lo lindo decorando por enésima vez nuestro bucólico árbol navideño que, no por ser de plástico, dejaba de ostentar un encanto simbólico. Tampoco olvidábamos a los protagonistas de las celebraciones. Cada cual aportaba su granito de arena para que al belén no le faltase ningún ingrediente. Del apolillado baúl de los recuerdos rescatábamos el tradicional portal y las figuritas del niño Jesús, José, la Virgen María, los bueyes y las ovejas guiadas por pastorcillos con zurrón al hombro. Un puñado de musgo (recolectado en el umbrío sendero del bosque más cercano) y otros tantos de serrín pavimentaban el camino de bienvenida a unos Reyes Magos de Oriente que, majestuosos sobre sus fatigados camellos y acompañados por sus pajes, cruzaban un puente sobre un plateado río de papel de aluminio.

Nuestros ilusionados corazones infantiles latían con nerviosismo la inolvidable noche del 5 de enero. Con inocente candor colocábamos nuestras zapatillas en lugar bien visible del salón de estar para que Sus Majestades depositasen allí sus regalos. Un vaso de leche y un plato de galletas era nuestro tributo reconstituyente que, a modo de ofrenda, pretendía saciar los hambrientos estómagos de toda la comitiva real tras su larga travesía por los confines del orbe. Al día siguiente, las sorpresas colmaban nuestros anhelados deseos con las alegres sonrisas que se nos dibujaban en la cara. Los niños más previsores (que habían depositado su carta con premura en el buzón del cartero real y donde aseguraban que su comportamiento a lo largo de año había sido excelente) saltaban de la cama como centellas tan pronto como las madrugadoras luces del alba se filtraban por las rendijas de las persianas de sus habitaciones. La expectación era grandiosa pero los obsequios solían ser modestos (un balón, un libro, un juego de construcción... Rara vez te tocaba el premio gordo: la bici). Por el contrario los que reconocían haberse portado mal se contentaban con algunos trozos de carbón azucarado del que daban buena cuenta sin rechistar.

Hoy en día la Navidad ha perdido el encanto de antaño. Ya no se saborea con la fruición de paladear una delicatessen. El hogar más austero se vanagloria de poseer un abeto que, con mucha suerte, habrá sido adquirido en un vivero o, en el peor de los casos, talado en el monte más próximo. La asfixiante calefacción de la vivienda hará mella en la conífera la cual, víctima de un ambiente cerrado bajo en humedad, se secará irremisiblemente. Las bolas y guirnaldas con las que lo adornarán durante pocos días no impedirán que el 7 de enero sea arrojado junto con el resto de desperdicios formando un tétrico esqueleto de madera podrida.

Cuando el calendario todavía se encuentra en la segunda quincena del mes de octubre las superficies comerciales dan el pistoletazo de salida al estentóreo bombardeo de dulces típicos y regalos. No falta mucho para la gran orgía de las rebajas del Black Friday y del Cyber Monday seguidas por el encendido de millones de bombillas que iluminarán calles y avenidas urbanas durante mes y medio. La incansable maquinaria del márketing proclama a diestro y siniestro las novedades más impactantes. Muñecos que avisan cuando le vienen ganas de hacer pipí; que piden que se les apriete la tripita para expulsar los gases sobrantes al tiempo que se le dan palmaditas en la espalda o que dan las buenas noches mientras su cuerpecito se enciende y apaga intermitentemente. Hay juguetes de todos los tamaños, formas y colores. Los críos (que dejan de creer en los pajaritos preñados a muy tierna edad y no se chupan el dedo) parecen atraídos hacia los grandes almacenes junto a sus papis por un poderoso imán. Allí los cabezas de familia cumplen los caprichos de sus churumbeles y desenfundan sin reparos ejércitos de tarjetas de crédito. Las cestas de la compra se desbordan con voluminosos paquetes. Caen en saco roto las recomendaciones de las organizaciones de consumidores relativas a la adecuación de la edad del niño al juguete y la capacidad educativa de éste. Si se trata de artilugios sofisticados con pilas o baterías su vida útil suele ser fugaz. El chaval suele cansarse enseguida si ve que no le coge el tranquillo o se aburre de que el mecanismo del cacharro sea repetitivo. Un juguete caro y complejo no necesariamente entretiene más que otro más sencillo que fomente el ingenio. ¿Acaso nuestros padres no se divertían fabricando trenes con pinzas de tender la ropa o imaginando un volante sin más que girar la tapadera de la olla con la que cocinaba la abuela? El exhaustivo gasto en regalos a tutiplén se multiplica con la adopción de la tradición anglosajona de Papá Noel.

Otro aspecto que no puede dejar de advertirse es que durante estas fechas tan señaladas nos comportamos de maravilla con todo el mundo. Da lo mismo que nos crucemos en el rellano de la escalera con el típico vecino malencarado al que preferimos evitar. Con una sonrisita cínica le felicitaremos las Pascuas aunque en el fondo deseemos que se le indigeste el turrón. También nuestra poco reconocida solidaridad aflora súbitamente. Colaboramos comprando comestibles para el banco de alimentos; organizamos fiestas benéficas para que los más pobres se sientan menos olvidados y desamparados. Con el enternecedor lema "ni un solo niño sin juguetes" hacemos acopio de los trastos viejos con los que nuestros hijos ni siquiera tienen conciencia de haber jugado y los donamos a la parroquia.

La Navidad hace mucho que dejó de ser una pródiga manifestación de la fe y hermandad cristianas y se ha convertido en el espejo indiscreto que refleja la sombra de la bandera capitalista, aquélla en la que el reluciente euro que la adorna simboliza el contundente triunfo del poderoso señor don dinero. Los que discrepamos del insostenible american way of life pensamos que va siendo hora de parar el carro y racionalizar el consumo aunque sólo sea por respeto a los que apenas tienen nada.

Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora