Todo el estudio de los políticos se emplea en cubrirle el rostro a la mentira para que parezca verdad, disimulando el engaño y disfrazando los designios
Diego de Saavedra Fajardo
Somos idiotas. No hace falta que un tío tan enterado como el escritor y columnista Arturo Pérez-Reverte (un artista en no dejar títere con cabeza cuando se pone a la faena de repartir estopa todas las semanas en sus crónicas de un conocido dominical) lo proclame a los cuatro vientos para que tomemos conciencia de nuestra necedad. Somos tan cretinos que nos merecemos lo que nos pasa por conformistas o, al menos, por protestar sólo por chorradas y no por las cosas que afectan y de qué manera a lo cotidiano.
El politiqueo democrático es lo más rastrero que uno se puede echar a la cara. Está podrido hasta la médula de corrupción, sobornos, malversación de caudales públicos, recalificaciones urbanísticas, tráfico de influencias, pago de favores de toda índole y condición... Eso por no hablar de los privilegios que los mandatarios se otorgan a sí mismos (haciendo caso omiso del artículo 14 de nuestra Carta Magna) protegiéndose las espaldas en forma de onerosas retribuciones, pensiones vitalicias y demás prebendas. Los proletarios con sueldos miserables se ven abandonados a su suerte, privados de toda clase de derechos y conminados a cotizar hasta bien entrada la tercera edad si es que quieren garantizarse una subsistencia mínima cuando dejen de trabajar. A los poderosos y dueños de grandes fortunas o a quienes ejercen profesiones liberales los respetan, no los abrasan a impuestos sobre el patrimonio para que contribuyan igualitariamente como el resto a sostener el gasto público. Son conscientes de que tienen la sartén por el mango para elaborar las normas a su imagen y semejanza (el que hace la ley hace la trampa como un timador del hampa). Carecen de escrúpulos, no tienen inconveniente en dejar con el culo al aire a los que han contribuido a encumbrarlos a una posición que jamás deberían haber ostentado. Son unos aprovechados que sacan tajada de su status preeminente para meter la mano en la caja del dinero con disimulo mientras miran para otro lado como si tal cosa. Al fin y al cabo creen que nadie tiene por qué enterarse y, en el caso de que sus fechorías salgan a la luz, aducirán un complot del partido de la oposición para dañar su buena imagen de representantes del pueblo que dedican sus esfuerzos a mejorar la sociedad del bienestar y velar por los intereses de la ciudadanía. Si luego no consiguen evitar ser procesados un equipo de letrados competentes se encargarán de quitarle hierro al asunto y saldrán del apuro bien parados o, cuando menos, con visos de recurrir las sentencias desfavorables para que en última instancia les den la razón lavando así su imagen de ciudadanos honorables. ¿Pensar en devolver lo robado o dimitir del cargo? Jamás, eso sólo serviría para admitir su culpabilidad o su incompetencia, y el corporativismo está por encima de todo. Hoy por ti y mañana por mí.
Las personas que depositaron su confianza en ellos maldecirán aquel desafortunado día en que como incautos introdujeron una papeleta en una urna con la mejor de las intenciones y comprobaron en carne propia cómo se traicionaba su confianza por la falta de honestidad y honradez de una banda de listillos expertos en decir una cosa para convencer a las masas en los mítines de las campañas electorales y hacer la contraria cuando ya nadie puede evitar que abandonen su puesto. Se dieron cuenta tarde de que si hacer el amor de vez en cuando no es tener vida sexual tampoco ejercer el derecho de sufragio cada cuatro años es democracia. En los parlamentos los políticos son capaces de votar por el compañero de al lado ausente sin más que estirar el pie para accionar el pulsador electrónico aunque las cámaras lo estén filmando o pactar con colegas de escaño el reparto del pastel para favorecer a los de siempre: a saber, los que inclinan la balanza para que los proyectos de calado se aprueben y salgan adelante. Ninguno de esos lobos vestidos con pieles de cordero (militen en una u otra formación o defiendan las diversas ideologías que se jactan de abanderar) se libran de las salpicaduras de los escándalos en los que se ven involucrados. Deberían dedicarse a anunciar detergentes, pues en lo que se refiere a limpiar manchas no hay quien les gane. Si les hace falta se cambian la camisa y lucen radiantes una sonrisa de oreja a oreja dejando en la estacada a sus compañeros a los que tanto les deben como si nada hubiera pasado. En su doctrina no existen el decoro, la vergüenza ni, por supuesto, la ética.
El descontento que embarga a la sociedad está completamente justificado. La valoración que tenemos de nuestra clase política está a la altura del betún porque se lo han ganado a pulso entre unos y otros, arrogantes bastardos que pululan por doquier asestándose puñaladas traperas e insultándose sin pudor. La gente está más quemada que la pipa de un indio, pero no va con nuestra idiosincrasia salir a la calle y armar la de San Quintín. Las revueltas populares no van más allá de puntuales movilizaciones de colectivos muy oprimidos como mineros o agricultores, que realizan marchas kilométricas hasta los leones del Congreso para salir en los medios de comunicación y que quede patente su rabia e impotencia aunque luego el ministro de turno los reciba y no les diga una mala palabra pero tampoco realice ninguna buena acción. Habría que tomar medidas drásticas para erradicar el choriceo, las comisiones bajo cuerda, los fondos reservados y las mil y una garatuzas que los gobernantes cometen impunemente sin que se sepa de la misa la media por mucha transparencia en la gestión de la que presuman. Pero todavía no hemos dado un puñetazo encima de la mesa para decir: "¡Basta ya de estafas y engaños, queremos personas dignas y cualificadas que den la talla". Para eso habría que linchar a unos cuantos sin miramientos, dejando a los que quedasen como Dios los trajo al mundo, temblando de hambre y de frío. Pero no, presumimos de civilizados, por eso nos toman el pelo un día sí y otro también mofándose en nuestras narices porque se saben intocables.
Mientras sigamos comulgando con ruedas de molino y diciendo amén con resignación sin dar un escarmiento a quien se lo merece, así nos lucirá el pelo. Nos vendría bien que soplasen vientos huracanados que barriesen a toda esa gentuza mandándola bien lejos, a un destierro merecido, a trabajos forzados a Siberia o a plantar nabos al desierto. Cualquier cosa con tal de que pudiésemos purificar la atmósfera viciada que respiramos cada vez que encendemos la tele y ponemos las noticias. Se nos asquea el estómago viendo cómo determinados impresentables y personas non gratas se pasean con descaro y a sus anchas mangoneando los intereses de todos con miras al beneficio propio y de sus allegados. Queda patente entonces que sí, que somos idiotas. De remate.
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Promesas incumplidas de juguetes rotos
NonfiksiAtrévete a parar durante un rato tu frenético ritmo de vida. Aquí hallarás reflexiones profundas sobre temas que nos preocupan a todos contadas desde un punto de vista crítico y personal.