El mundo no se forja con los poderosos brazos de los héroes, sino con la suma de los pequeños esfuerzos de los trabajadores honrados
Helen Keller
Lo primero que se me viene a la memoria cuando pienso en un trabajo duro y en lo que cuesta ganarse el pan es el oficio de minero. Ya sea a cielo abierto o en galerías subterráneas enfundarse el mono de obrero armándose de pico y pala es una labor penosa e ingrata. Consigan o no una buena veta lo que sí tienen garantizado son rostros curtidos de arrugas embadurnados con un inconfundible tizne negruzco, pulmones condenados a padecer silicosis y el ineludible riesgo de quedar atrapado bajo toneladas de mineral a causa de una explosión provocada por los escapes de grisú. Carbón, aluminio, azufre, wolframio, diamantes... La corteza terrestre contiene diversos elementos y compuestos muy valiosos cuya extracción causa estragos en el paisaje además de cobrarse un alto precio en vidas humanas, pero proporciona lo que la sociedad de consumo demanda: recursos esenciales para dar de comer a las voraces fauces del progreso.
Ya no corren los tiempos de la cabaña del tío Tom, pero la esclavitud dista mucho de estar abolida. El nuevo orden mundial (que se escuda en términos vacuos de significado como globalización) está sostenido por un capitalismo salvaje y feroz donde las multinacionales imponen la ley del más fuerte y controlan los movimientos con brazo de hierro. El crecimiento neto y los beneficios de las cuentas de resultados están por encima de cualquier escrúpulo a la hora de explotar a desgraciados de países gobernados por oligarquías corruptas. El fin sí justifica los medios: muchas horas de esfuerzo en condiciones de salud e higiene deplorables; amenazas; opresión; atemorizar con represalias a quienes intenten levantar la voz con la intención de quejarse. Sin contemplaciones. Sencillamente no se vacila a la hora de someter al débil con cualquier artimaña carente de toda ética.
Las grandes compañías compran a precios irrisorios terrenos y mano de obra en lugares alejados de los centros neurálgicos del consumo. Allí campan a sus anchas mangoneando a la población indígena a su antojo amparados por la inexistencia de una legislación que vele por los derechos de los lugareños, algo que no pueden permitirse en sus países de origen. El objetivo es claro: al potencial consumidor final debe llegarle una imagen intachable de su marca. Si hay que barrer la porquería debajo de la alfombra se hace. No hay reparo alguno en eso. Ojos que no ven corazón que no siente.
La responsabilidad social corporativa es una gran milonga que pretende disfrazar de abuela de caperucita roja a un lobo hambriento de afilados colmillos. Un eufemismo que se han sacado de la manga los gurús de la nueva ética empresarial para lavarle la cara a prácticas rayanas en la explotación más mezquina. Se supone que la empresa no sólo quiere ganar dinero sino hacerlo quedando bien y gastando lo menos posible, presumiendo de preocuparse del entorno social que la rodea y no siendo insensible a las penurias que aquejan a los más desfavorecidos. Pero en la mayoría de los casos las buenas intenciones, si es que existen, son sólo papel mojado.
En el otro platillo de la balanza (que aun estando desequilibrada tiene un peso específico cada vez más significativo), está el comercio justo. Una filosofía de negocio en auge apadrinada por algunas ONG que consiste en apoyar la producción artesanal de determinados artículos (básicamente alimentos de primera necesidad y ropa) respetando los principios y derechos más elementales de todo trabajador. Se abre así un horizonte esperanzador para aquellas comunidades a las que se les brinda la oportunidad de acceder a un nuevo reto dando un paso al frente. Del autoabastecimiento avanzan hacia la plena incorporación a un mercado que no por ser minoritario está empezando a ver crecer su número de adeptos, atraídos tanto por lo exótico de lo que se comercializa como por el respeto que acredita la transparencia de todo el proceso de fabricación de cada producto, desde que se elabora hasta que llega a las manos de quien lo adquiere en una tienda solidaria.
Otro tema que trae cola es el ultraje al que se somete a los eslabones más débiles del sector primario. Agricultores y ganaderos arriesgan todo lo que tienen en sus granjas y extensiones de tierra cultivable. Se levantan al alba con el canto del gallo y sudan la gota gorda de sol a sol siempre a expensas de la climatología, de que una granizada, inundación o extrema sequía eche a perder toda la cosecha o de que sus animales estén sanos. Ningún seguro corre el más mínimo riesgo haciéndose cargo de sufragar lo que un imprevisible zarpazo de la naturaleza es capaz de arrebatar repentinamente en un ataque de furia. Lo que sí no está regulado (y no por las demandas manifestadas reiteradamente en un clamor popular) es la cantidad que se les paga a dichos trabajadores por su labor, claramente infravalorada. Los miserables céntimos que se les regatea por kilo o litro de producto alcanzan en las grandes superficies comerciales precios diez o quince veces superiores, unos márgenes de beneficio abusivos con los que los intermediarios y los grandes hipermercados se lucran (como terratenientes de la época feudal) sin correr riesgos, ya que apuestan siempre al caballo ganador. Luego nos escandalizamos cuando a los viandantes en pleno centro de Madrid los productores les regalan todo tipo de hortalizas y vemos las noticias por televisión en las que los camioneros que transportan las mercancías arrojan su carga con impotencia porque con el precio al que está el gasoil no sólo no ganan sino que pierden dinero distribuyéndolas. Así, toneladas de frutas y verduras o miles de litros de leche son desparramados, consecuencia de la sinrazón de la sociedad occidental en la cual los alimentos carecen de valor mientras miles de personas mueren cada día de inanición ante la pasividad de quien tiene en su mano paliar tanta injusticia y se limita a quedarse de brazos cruzados.
La única conclusión que se saca de todo esto me hace recordar una imagen recurrente, la de aquella viñeta que decoraba la solapa interna de la carpeta que guardaba los apuntes de mis estudios durante mi adolescencia. En ella se reflejaba el concepto de la vida según una gran multinacional de fabricación de zapatillas deportivas. En la ilustración (dividida en dos mitades) se veía en la parte izquierda a un adolescente calzado con unas flamantes botas de baloncesto. Con la gorra de su equipo favorito encasquetada en la cabeza y fumando un porro se apoyaba con desgana en una pared viendo girar el mundo a su alrededor, apático, sin ilusiones, sin sueños a los que aferrarse porque la sociedad no se preocupó de proporcionárselos. La otra mitad del folio mostraba a una muchachita china descalza sobre un frío suelo de cemento en un taller clandestino de un suburbio de ciudad encorvándose bajo una máquina de coser y afanándose por terminar uno de los centenares de pares de zapatillas destinadas a los niñatos ricos como el fumador del porro. Mientras a un lado la leyenda del pie de página rezaba "Norte, sin trabajo, zapatillas 100 euros" al otro aparecía "Sur, mucho trabajo, sin zapatillas".
Los grandes ídolos del deporte deberían pensárselo dos veces antes de estampar su firma en los jugosos contratos que les consiguen sus managers con las grandes marcas textiles, pues sus inmaculadas prendas de ropa no son más que trapos sucios. La procedencia de ese dinero está viciada como las cloacas de una gran urbe. Nos queda el consuelo de que tal vez algún día a alguien se le quite la venda de los ojos y actúe en consecuencia. Para entonces la hipocresía de unos pocos dejará de ser la tortura de muchos.
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Promesas incumplidas de juguetes rotos
Non-FictionAtrévete a parar durante un rato tu frenético ritmo de vida. Aquí hallarás reflexiones profundas sobre temas que nos preocupan a todos contadas desde un punto de vista crítico y personal.