44. Puños de acero

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Dos cosas me admiran: la inteligencia de las bestias y la bestialidad de los hombres

Tristan Bernard

Combate de fondo fue una de las películas con las que Ryan O'Neal y Barbra Streisand afianzaron su status de pareja explosiva logrando que el espectador de rictus más adusto se desternillase de risa. El argumento del filme era poco ortodoxo. Una empresaria dedicada a la fabricación de sofisticados perfumes se ve abocada a la ruina. Tras saldar sus deudas su contable le informa de que su única pertenencia es un boxeador retirado apodado "El Natural". Este punto de partida propicia el encuentro entre ambos personajes dando lugar a una sarta de peripecias de lo más disparatadas. Esta comedia de enredo (al más puro estilo Billy Wilder) aborda el mundo del boxeo desde una óptica inofensiva puesto que lo relega a un segundo plano. La vis cómica prevalece sobre lo pugilístico, que no representa más que el sostén que da sentido a lo narrado. Sin embargo, lo habitual es que tanto el cine como la literatura le den otro enfoque. Para muestra películas tan representativas como Toro salvaje o Huracán Carter (con sendas interpretaciones de Robert De Niro y Denzel Washington) o las novelas La noche de Andrés Bosch o Más dura será la caída de Budd Schulberg.

Considerar deporte a la actividad desarrollada en un cuadrilátero es como decir que una celda de castigo sin ventanas es como la suite de un hotel de cinco estrellas. Admitamos que esta disciplina de lucha es pariente lejana de las artes marciales con la salvedad de que incorpora un elemento del que éstas carecen: la violencia física irracional. El taekwondo, el kárate, el kung fu o el sumo son técnicas de defensa personal encaminadas a reducir a un hipotético agresor. Mediante un estudio minucioso de los puntos débiles del adversario, se recurre a la maniobra o llave idónea para que éste acabe tendido en el suelo preguntándose a sí mismo de dónde salió el golpe certero que lo tumbó. Pero en ningún caso se produce un ensañamiento con el rival provocándole lesiones físicas irreversibles. Ir a un gimnasio a entrenar los puños enfundados en guantes para atizar un saco de arena o una punching ball es el preludio de asestar puñetazos en frío, con indolencia, contra el rostro de alguien y hacerlo picadillo. Ni siquiera hay un motivo que pueda alegarse para tamaña lucha sin cuartel. Quien haya presenciado un espectáculo tan espantoso como la pelea entre dos pesos pesados se habrá dado cuenta de que alguien barre el polvo bajo la alfombra. Las sospechas de que existen intereses inconfesables rodeando a los luchadores que ostentan el título mundial o se consideran imbatibles están más que fundadas. El tongo es patente cuando el púgil que salta a la lona vestido con un llamativo batín y que partía como favorito, que iba dominando la confrontación desde el principio (y que, salvo cataclismo, acabaría proclamándose vencedor) cae redondo tras recibir un fenomenal uppercut en el octavo round. Mientras tanto, el que estuvo aguantando el chaparrón de ganchos de derecha aparenta estar más fresco que una lechuga y saluda victorioso entre los silbidos y abucheos del público. El boxeador derrotado (disimulando su estado de inconsciencia) escucha cómo el árbitro cuenta hasta diez y da como ganador por K.O. a su oponente, que se quita el protector maxilar y levanta los brazos victorioso sosteniendo en alto el cinturón de campeón.

La carencia de valores que rodea al boxeo se manifiesta en su inmoralidad y cobardía. El boxeador es golpeado en el rostro asalto tras asalto con brutalidad sufriendo heridas y contusiones. Cortes en labios y cejas que intentan contenerse con vaselina, dientes rotos y pómulos amoratados son el pan de cada día. Por no hablar de la fractura del tabique nasal o de los tímpanos reventados. Pero las peores lesiones son las que no se ven. Los politraumatismos cerebrales ocasionados tras años de impactos en la cabeza provocan que el luchador tenga que abandonar por estar sonado. El habla y la psicomotricidad se verán afectadas de forma permanente.

Los corredores de apuestas y mánagers organizadores de campeonatos deberían subirse a un cuadrilátero, aunque sólo fuese en una ocasión, para dejar de ver los toros desde la barrera. Enfrente se encontrarían con una bestia musculosa con el ceño fruncido que les guiñaría un ojo en una mueca burlona. Se convertirían en un sucedáneo de sparring, acorralados contra las cuerdas a la primera arremetida. Cuando recibiesen el primer tortazo se arrodillarían ante su justiciero implorando clemencia en un acto grotesco y patético.




Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora