47. Érase una vez un hombre a un teléfono pegado

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La razón se hace adulta y envejece. El corazón se mantiene siempre niño.

Hipólito Nievo

Dicen que para conservar el espíritu en forma basta con llevar una existencia pacífica, ponerse al socaire de los malos humos enojándose lo menos posible y sonreír con franqueza y naturalidad aunque vengan mal dadas. La persona que disfruta de una buena salud tanto física como mental (o al menos conserva el sentido del humor cuando ésta se resiente) es aquella cuya más encomiable virtud es haber aprendido a ser feliz con lo que Dios le ha dado. Tal es el caso de los artistas ambulantes, cuyo sino es recorrer plazas y calles mostrando su habilidad y talento al transeúnte curioso. Payasos sin circo, mimos con el rostro embadurnado de polvos de talco o arlequines ataviados con traje de rombos y gorrito de bolitas tintineantes ejecutan sus números con garbo y donaire a cambio de algunas monedas que manos generosas dejan caer con afectación en una vetusta funda de cuero.

Los profesionales del humor son una raza en peligro de extinción cuya misión es arrancarnos una sonrisa que nos haga olvidar momentáneamente las penas que nos afligen el alma. Sólo sus bromas y chistes son capaces de anestesiar la melancolía que nos embarga recubriéndola de una pátina opaca. Miguel Gila fue, posiblemente, el humorista más grande que dio este país. La primera persona a la que hizo feliz fue, sin lugar a dudas, la madre que lo trajo al mundo, pues de bebé ya prometía llevar la alegría allá donde estuviese (además de venir con un pan debajo del brazo lo hizo con un saquito repleto de sonrisas). Tras una niñez de pilluelo jalonada de intrascendentes travesuras, Gila tuvo clara su vocación. A pesar de haber desempeñado diversos oficios durante su juventud, intuyó que lo suyo era hacer reír a la gente y para eso bien poco precisaba. Se subía a un austero escenario (donde no había más que una silla, una mesa y un teléfono) y daba un recital de su genial vis cómica. Sus diálogos telefónicos para besugos hacían a uno desternillarse de risa delante del televisor hasta sentir dolor en un preludio de calambre intestinal. Su expresión adusta y de solemne gravedad nos hacía creer que lo que se trataba en su conversación revestía seriedad y que él no salía de su asombro cada vez que recibía las airadas contestaciones del ficticio interlocutor que estaba al otro lado del hilo. Mediante muecas exageradas simulaba enfados con la pasión de un actor de teatro y esgrimía su malicia sacando la lengua y enseñando los dientes con socarronería. Verlo vestido con traje militar de camuflaje relatando sus disparatadas historietas acerca de sus tribulaciones con el enemigo bastaba para hacernos patalear de risa. Su tierna sensibilidad nos acercó a la gran humanidad de un hombre que no concebía las guerras y pretendía con sus sketches que nosotros tampoco las tolerásemos.

Hace mucho que Gila ya no está con nosotros pero lo que nos transmitió todavía pervive: la inteligente filosofía de tomarse la vida con humor. Imitémoslo.

Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora