38. ¡Y todavía nos consideramos civilizados!

3 2 0
                                    

Los caprichos pueden ser perdonados, pero esun crimen despertar una pasión duradera para satisfacer un capricho

Andre Maurois

A lo largo de los siglos, por la península ibérica han transitado multitud de civilizaciones. Un puzzle étnico que compartió el mismo territorio y del que hemos heredado gran parte de nuestras costumbres. El carácter latino aglutina una variedad de rasgos definitorios entre los que destaca la unión en grupo durante los días de asueto. Las celebraciones multitudinarias (donde el vino tinto y el pan artesano amenizan los suculentos manjares de nuestra fértil y generosa tierra) las ostenta hasta el villorio más humilde. La mayoría dan rienda suelta al júbilo y la diversión manteniendo las formas. Son aquellas fiestas populares entrañables donde todos disfrutamos y en las que los bailes de las verbenas ponen el broche de oro. Pero en los eventos lúdicos también está la oveja negra, la indeseable que desprestigia al resto del rebaño con reprobables dosis de mal gusto. Todavía conservamos algunas tradiciones ancestrales que bajo el prisma de una sociedad que se considera avanzada no representan más que gamberradas soeces que causan bochorno y vergüenza ajena.

En la localidad valenciana de Buñol todos los años se celebra la Tomatina. En el apogeo de un caluroso día veraniego varios camiones gigantescos se adueñan de la plaza del municipio. Los bocinazos emitidos por sus cláxones atraen las miradas de la gente allí congregada hacia la carga portada en los remolques: decenas de toneladas de tomates maduros. Aupados sobre ellos, varias personas dan comienzo al desenfreno de arrojarlos a diestro y siniestro. Una lluvia roja de una viscosidad sanguinolenta es vertida sobre la muchedumbre enfervorizada. La gente arroja su munición sin pudor alguno. La batalla campal que se fragua es épica. La repugnante mezcla que se respira en ese ambiente (exudaciones corporales y jugos vegetales rancios) bloquea el más mínimo atisbo de sentido común. La gente se lía a tomatazo limpio con todo aquel que se le pone por delante. A nadie le importa la cantidad de comida desperdiciada y las calamidades de tanta gente que no tiene qué llevarse a la boca. Lo más flagrante del caso no es que los cabestros que disfrutan con semejante burrada sean unos sinvergüenzas de pata negra (eso salta a la vista) sino que las autoridades no sólo lo consientan sino que estén orgullosas de ella. Los medios de comunicación, por su parte, caen bastante bajo informando de tan lamentables espectáculos. Incluso corresponsales extranjeros acuden a darles cobertura. Mejor no pensar en qué pensarán los televidentes que lo presencien.

En una de las disparatadas aventuras narradas en El Quijote, Sancho Panza es manteado por unos venteros al no pagar su hospedaje. Este pasaje literario no le pasó inadvertido al cafre al que se le ocurrió otra barrabasada de órdago. El chiste parece residir en lanzar una cabra al vacío desde el campanario de la iglesia parroquial mientas varios energúmenos provistos de una manta elástica esperan la caída del indefenso animal para mantearlo a su antojo.

El primer puesto del ranking de la brutalidad se lo llevan las corridas de toros. Los aficionados al tendido cero acuden a un coso y pagan religiosamente una entrada para contemplar cómo un maestro (así tienen la desfachatez de llamarlo) tortura a una bestia indefensa en un combate que los entendidos consideran noble pero que dista mucho de ser equitativo. El astado está provisto de cuernos, cierto, pero el torero no es manco, lleva un estoque de hoja reluciente y otros miembros de su cuadrilla que lo ayudan en su cometido, entre ellos varios banderilleros y un picador montado a caballo. El morbo está en ver cuánto es capaz el animal de retrasar su inexorable fin o de si puede cornear al diestro y hacerlo morder el polvo. Tras mucho pase de muleta y verónica el matador da la estocada definitiva y se proclama vencedor tras abatir al toro entre el aplauso del respetable. Si la faena satisface se llevará las orejas e incluso el rabo del contrincante derrotado. Pues bien, lo aquí descrito es la esencia del noble arte de la tauromaquia, una disciplina incluida en nuestro patrimonio cultural como las Cuevas de Altamira o la Alhambra de Granada. Vivir para ver.

No podemos dejar fuera de este recorrido por la falta de ética y el abuso de fuerza a las peleas de perros y gallos, otra muestra de la barbarie humana. Cruzando apuestas de por medio, los instigadores de semejantes crueldades se lucran permitiendo que dos canes se claven los colmillos en el cuello o dos gallos intenten retorcerse el gaznate mutuamente.

En Elche, en un recinto cerrado, la atracción de los festejos populares es la llamada "guerra de carretillas". Los participantes se lanzan entre sí bengalas de molinillo, auténticos cohetes que echan más chispas que un relámpago. El éxito se mide en cuántas quemaduras son capaces de causar dichos artilugios pirotécnicos. Sarna con gusto no pica (¡pero vaya si mortifica!).

Parece mentira que a estas alturas todavía haya gente tan paleta y zafia que no sólo se anime a formar parte de este tipo de diversiones tan anacrónicas sino que las aliente y las defienda como si conservarlas fuese un deber y su erradicación un sacrilegio. Si pretendemos presumir de que somos un país civilizado y moderno no sé a qué esperamos a cortar por lo sano y librarnos de semejantes aberraciones.

Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora