Lo que para unos es derroche para otros es virtuosa inversión
Amando de Miguel
"Guarda el avaro su dinero para que lo derroche el heredero". En el caso de los mezquinos esa afirmación bien cierta es, pues hay mucho tío Gilito suelto cuya mayor preocupación es coleccionar monedas y billetes para llenar cajas fuertes. Algunos tacaños se vanaglorian de amasar riquezas sin dar ni la hora, especímenes para los que la filantropía es una enfermedad exótica y su pasatiempo favorito consiste en deleitarse viendo cómo engordan sus ahorros, paladeando los ceros de sus cuentas a interés creciente como si degustasen una copa de whisky de malta añejo. Suelen estar al tanto de las oscilaciones de los mercados bursátiles y se les ponen los dientes largos cuando ven publicada la lista de los hombres más acaudalados en la revista Forbes y sus nombres no figuran en ella. Usan el transporte público porque la gasolina está por las nubes y sus fabulosos Rolls Royce (aparcados en un garaje cubierto y con la carrocería reluciente) la chupan que da gusto y no es cuestión de sacarlos a la calle por capricho. Fuera gastos superfluos, con el metro o el autobús bien se las apañan para moverse por la ciudad aunque en las horas punta tengan que ir como sardinas en lata sin poder sentarse. ¡Qué disgusto se llevarían si decidiesen subirse a sus lujosos automóviles y estuviesen detenidos en un atasco en la variante de circunvalación consumiendo combustible con el motor a ralentí! No, el medio ambiente tiene en ellos a buenos aliados, qué duda cabe. También son espartanos en su alimentación y no se decantan por comer a la carta en restaurantes incluidos en la guía Michelín sino que se contentan con el menú del día de un bar de comida casera para no tener que rascarse mucho el bolsillo. Las suculentas recetas de cocineros de renombre se quedan para invitaciones especiales y cáterings de rigor donde no dejan pasar la oportunidad de degustar los canapés y los cocktails cada vez que un camarero se acerca solícito portando una bandeja. Lamentablemente los esfuerzos de los amarrados por mantener su condición suelen ser en vano pues cuando estiren la pata otros se encargarán de dilapidar sus fortunas. Ser el más rico del camposanto no sirve más que para presumir de un mausoleo o panteón señorial.
Algunos llegan al final de sus días con la satisfacción de ver los millones en sus títulos de valores, reencontrándose con sus sueños hechos realidad. En el umbral de su retiro evocan la estampa de aquel muchacho inquieto y avispado que, con ilusión, tenacidad y muchos desvelos, levantó un emporio empresarial de la nada. En su alcoba tal vez conserven diplomas enmarcados con menciones honoríficas a su labor social o una fotografía estrechando cordialmente la mano del ministro de turno, testimonio de su entrega y valía profesional. Pero eso no son más que recuerdos y un hombre de negocios no puede ni debe aferrarse al pasado. La desazón los atormenta cuando constatan que no han sido quienes de engendrar un sucesor digno de continuar la aventura que ellos emprendieran antaño y que desean perpetuar. No les cabe la menor duda de que con una mala gestión la firma tanto tiempo respetada se desprestigiará, las ventas caerán en picado y eso atraerá a los acreedores como una gacela herida en la sabana a una manada de hienas. Se les cae el alma a los pies al cerciorarse de que ninguno de sus hijos está dispuesto a tomar las riendas de la empresa familiar pues llevan una vida disoluta y sólo les preocupa saber si con la parte de la herencia que les corresponda se podrán comprar un yate de veinte metros de eslora o una villa en la Toscana.
Sin llegar a esos extremos de los que gozan o padecen (según se mire) los más pudientes, la clase media aburguesada no escatima lo más mínimo. Cierto es que sueñan con dejar de madrugar para no tener que acudir a la oficina y soportar al compañero que es estúpido desde que nació y las neuras de su jefe, al que dejarían plantado ipso facto si sonara la flauta y la primitiva que echan todas las semanas saliera premiada. Pero mientras no se puedan permitir tal cosa no les queda más que agua y ajo, a aguantarse y a joderse, que es lo que toca. No obstante, una cosa es no salir de pobre (digamos más bien de proletario mal pagado con aspiraciones de director gerente) y otra dejar de hacer lo que apetezca sin privarse de nada. ¿Que te casas? Pues ya se pagará el bodorrio con los regalos de los invitados. ¿Que te apetece pasar dos semanas en un balneario de aguas termales que aseguran son el no va más para liberar tensiones y dejarte el cuerpo revitalizado como si te hubieses quitado diez años de encima? Se pide un anticipo del sueldo y santas pascuas. ¿Que te encaprichas por el último modelo de coche a cuyas prestaciones no serías capaz de sacarle provecho ni estudiándote el manual a fondo? Acudes al banco y sales con el cheque de un crédito exprés a un interés del 20%. ¿Que nos da por irnos a un crucero por el Caribe con recaladas en islas paradisíacas (de esas con palmeras y arena blanca), donde podemos estar a la sombra de un cocotero, tumbados en una hamaca, bebiendo un néctar de frutas mientras un harén de negras nos abanican? Tiempo nos va a faltar para hacer las maletas. ¿Que vivimos por encima de nuestras posibilidades como intrusos en la corte de la jet set? Sí, tal vez, pero, ¡qué demonios!, ¿es que hace falta ser la Baronesa Thyssen o la Duquesa de Alba para poder cumplir nuestros deseos y hacer lo que se nos antoje?
Nos encanta evadirnos de la realidad desviando la atención hacia lo irrelevante, pero si tuviésemos los pies en la tierra nos daríamos de bruces con las trampas de la sociedad occidental, una timadora astuta, una experta en el arte de quedarse con el mejor trozo del pastel. Hacienda nos abrasa a impuestos de modo que, salvo que la queramos burlar falseando datos (cosa que sólo se pueden permitir los que se dedican a profesiones liberales), no tenemos más remedio que pagar, mejor antes que después si no deseamos añadir recargos por demora o incurrir en delitos fiscales. Ya sólo llenar el carro de la compra nos supone un desembolso considerable porque la inflación está por las nubes. Adquirir una vivienda se convierte en una odisea, con las flamantes hipotecas a treinta años con el euribor provocándonos jaqueca. Con crisis o sin ella el endeudamiento crece, con una lista negra de impagos, morosos y embargos tan larga como la muralla china. El déficit de las administraciones públicas disparado, todo el mundo convertido en un manirroto compulsivo, porque el capitalismo se cimenta sobre el pilar del consume y serás feliz. Se nos borra la sonrisa cuando nos llegan las facturas o recibimos los extractos bancarios de las compras con tarjeta que aunque decían "usted tranquilo, compre ahora y comience a pagar dentro de seis meses", nadie se olvida de cobrar. Que el ritmo no pare, como decía aquella canción, que ya vendrá el tío Paco con la rebaja. Porque una cosa es segura: el sistema puede no ser perfecto, pero no cabe duda de que consigue su objetivo: que participemos en su juego y que sea él quien triunfe.
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Promesas incumplidas de juguetes rotos
Non-FictionAtrévete a parar durante un rato tu frenético ritmo de vida. Aquí hallarás reflexiones profundas sobre temas que nos preocupan a todos contadas desde un punto de vista crítico y personal.