53. El estigma de las ciegas hormigas

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No hay cosa peor que la angustia de la espera, cuando las horas pesan en todos sus sesenta minutos y la imaginación tiene tiempo holgado para montar sus trágicas escenas. Aunque la esperanza subsista y uno se agarre a ella con uñas y dientes, el atroz sufrimiento de la duda puede llegar a un límite en que la certeza de la muerte signifique,  casi, un alivio y un respiro.

José Luís Martín Vigil Sexta galería

En algún lugar está escrito que el trabajo dignifica al hombre. Hasta es posible que el mariscador que se juega el pellejo constantemente arrancando percebes de las rocas en la rompiente de un acantilado se sienta realizado y orgulloso de ejercer una profesión que Dios y las circunstancias le encomendaron. Si pudiese elegir probablemente anhelaría dedicarse a otra cosa, quizás ser guía turístico en una isla caribeña aunque seguramente se hubiese conformado con un oficio menos arriesgado, tal vez jardinero u oficinista.

Los mineros (adalides de huelgas y revueltas sociales) están hechos de una pasta especial y por eso cuando se quejan no es precisamente por vicio. Sólo el valiente que se ha metido en un ascensor con forma de jaula y descendido a cientos de metros de profundidad para picar carbón en las entrañas de la Tierra durante doce horas diarias sabe lo que cuesta ganarse el pan con el sudor de su frente. Hay que tener los nervios bien templados para introducirse en una ratonera donde la oscuridad se cierne sobre uno como boca de lobo amenazando con sepultarte vivo mientras escuchas crujir sobre tu cabeza los travesaños que apuntalan el techo. Provistos de casos con focos luminosos como si de luciérnagas se tratase, los mecánicos y perforistas pululan por un laberinto de galerías para extraer un mineral (escondido caprichosamente en lugar harto inaccesible) y respiran bocanadas de aire enrarecido en una atmósfera prácticamente irrespirable. El peligro también procede de las emanaciones de gases tóxicos acumulados en las oquedades de la roca: el monóxido de carbono y, sobre todo, el grisú, que ejerce un efecto sedante que adormece al que lo inhala, poseyendo además la insidiosa manía de explotar violentamente provocando desprendimientos. Los riesgos a los que se exponen los picadores son poco menos que inasumibles. Centenares perecen anualmente por trabajar en condiciones inhumanas y bajo ineficaces medidas de seguridad. La máxima sagrada de la mina impulsa a luchar hasta el agotamiento y la extenuación a las brigadas de rescate, que no cejan en su empeño hasta haber sacado a sus compañeros, ya sea vivos o muertos. La rabia y el pundonor de los más veteranos cavando a destajo sirve de acicate en una carrera desesperada contra el tiempo, justiciero sin piedad que nunca se detiene y cuyos segundos son más valiosos que un diamante de veinticuatro quilates cuando alguien atrapado bajo varias toneladas de escombro reza por volver a ver el sol.

La estirpe de los que descienden a una topera a enfrentarse en cruenta batalla contra la naturaleza y regresan con el semblante curtido por el esfuerzo, la piel manchada de negro y los pulmones condenados a enfermar de silicosis merecen un monumento. Es un desafío penetrar en el corazón de un yacimiento para arrancarle sus tesoros. Afortunado se puede considerar el que no se queda atrapado en el agujero y se libra de las terribles fauces de la cuenca minera. Ni al más vil de los enemigos se le puede desear que se quede aislado en esa negrura insondable y sin salida que es un túnel a punto de derrumbarse. Un pozo sin fondo cuya hostilidad pronto comienza a invadir el ánimo del espíritu más inquebrantable. La claustrofobia, el pánico y la atroz obsesión de asfixiarse o deshidratarse en la más sobrecogedora soledad fustigan el pensamiento y nublan el sentido.

Cuando a un niño se le pregunta "Y tú ¿qué quieres ser cuando seas mayor?" puede que responda astronauta, piloto de carreras o futbolista, pero jamás se le ocurrirá decir minero. La simple evocación de la estampa del sufrido operario, con su gesto taciturno y el rostro demacrado no anima a que nadie, ni siquiera un crío, desee parecerse a él.

Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora