18. El niño del tren

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La fuerza más poderosa de todas es un corazón inocente

Víctor Hugo

Sucedió en uno de esos viajes maratonianos que hice hace mucho tiempo entre el País Vasco y Galicia, a bordo de un ingenio ferroviario al que sólo le faltaba que la locomotora escupiese humo negro para evocar las aventuras de Phileas Fogg. Ni que decir tiene que, si todas las travesías del personaje de Verne fuesen tan atribuladas como solían ser éstas (con sus paradas técnicas, sus cambios de aguja, los enganches de maquinaria e inesperados vaivenes hacia delante y hacia atrás) no llegaría a su cita de la vuelta al mundo en el Reform Club ni harto de vino.

Recuerdo que me hallaba en el vagón restaurante hojeando distraídamente una revista bastante amena (contenía algunos reportajes sobre expediciones de aventureros legendarios a territorios ignotos) que hacía algo más llevadera la monotonía del trayecto. Los postes del tendido eléctrico pasaban raudos ante mi vista a través de la ventanilla en una secuencia recurrente como los fotogramas de un celuloide. El aroma del café recién hecho y de los bocadillos horneados me tenía ligeramente amodorrado pues acababa de comer y la calefacción estaba causando estragos en mi atención. La sensación de sopor me obnubilaba. Sin embargo, en cuanto la puerta corredera se abrió automáticamente, ver entrar a aquel chaval tan majo me cautivó hasta tal punto que la adrenalina comenzó a correr por mis venas como un torrente de lava.

El zagal se puso a mi lado y enseguida me encandiló con sus ojos vivaces como dos soles. Era la viva estampa de Pablito Calvo en Marcelino pan y vino. Un muchacho con la maravillosa habilidad de contagiar su noble y sincera ingenuidad con su sola presencia. Su carita era redonda como un pan y estaba adornada por una sonrisa de pilluelo. En ella sobresalían unos colmillos marfileños sanos que parecían sacados de una viñeta de Bugs Bunny. Su expresión era de radiante felicidad. La única nota discordante de esa bella sinfonía era la inconfundible impronta del cáncer. Su cuero cabelludo lucía liso como una bola de billar. Caía de cajón que el crío había pasado una larga temporada en la planta de oncología de un hospital. Viene a colación citar mi paso por uno cuando rondaba los seis años, poco más o menos la edad de mi simpático acompañante. Sé que le di un susto terrible a mi madre cuando cierto día de repente la fiebre empezó a subirme y no había compresa fría que la bajara. Me diagnosticaron meningitis. Mis súplicas al médico de guardia del servicio de urgencias que me atendió de que no se pasara cuando me realizó la punción lumbar (porque vive Dios que cuando te alcanzan el tuétano te duele como si la aguja se te quedase clavada entre las vertebras) no sirvieron de mucho. En esos momentos rezas lo que sabes para que pase pronto la tortura y puedas quejarte a berrido limpio de que el doctor ha sido malo y te ha hecho pupa. Pasado el mal trago cuando el peligro remitió, me pasé una semana dando la murga en una habitación con niños de salud más delicada que la mía y sin apenas alimentarme, sobreviviendo a base de yogures y pasando las horas muertas con las construcciones del Tente. De aquella todavía no estaba de moda la risoterapia. No montaban números los payasos y los mimos para hacerte sonreír con sus juegos y ocurrencias para que vieses las cosas de color de rosa y olvidases por un rato que estabas enfermo de verdad. Tampoco se estilaba que los futbolistas de tu equipo favorito fuesen a obsequiarte con regalos y se hiciesen una foto contigo que luego guardarías como un tesoro y que se la enseñarías a tus hijos en el futuro cuando ya el episodio hospitalario quedase relegado al olvido. Simplemente te llevaban a una pequeña sala provista de un viejo televisor medio apolillado y te enchufaban la cinta de vídeo de una peli. No me viene a la memoria el filme en cuestión. Sólo sé que era de acción y lo protagonizaba Burt Reynolds, un tipo duro con bigote y muy bien plantado (prototipo del galán de los años setenta), que conducía un deportivo potente como un cohete. Yo gozaba de lo lindo oyendo cómo el tubo de escape petardeaba y el motor rugía como un león cuando aceleraba en las escenas de acción y se sucedían las persecuciones por anchas avenidas atestadas de coches.

Volviendo a mi viaje, es curioso que no recuerde el nombre del chiquillo. Tal vez porque sencillamente me llamaron poderosamente la atención otros detalles que dejaron ése relegado a un segundo plano. Es hoy el día en que lo vuelvo a ver ponerse de puntillas (apenas levantaba unos palmos del suelo) y agarrarse con fuerza al mostrador de madera del vagón para ver las vías. En aquel instante el tren se hallaba detenido en una estación de un pueblo perdido, tal vez un antiguo apeadero ya prácticamente en desuso. En sentido contrario se aproximaba otro convoy. Él me miró fascinado y me dijo lleno de emoción: "Mira, fijate, viene hacia nosotros, ¿crees que va a chocar?. "No, hijo", le respondí, "ya verás como pasa cerca pero no nos estrellamos". "¿Sabes?", me confesó con cierta complicidad, "me encanta viajar en tren. He estado de vacaciones con mis abuelos en Ponferrada pero ahora vuelvo a casa de mis padres a Ourense. Me muero de ganas de verlos aunque me quedé algo triste cuando vi a mi abuela despedirse de mí. Se le saltaban las lágrimas al verme partir porque soy su único nieto. Mi abuelo murió y desde entonces se siente muy sola así que voy a verla porque sé que se pone muy contenta cuando estoy con ella". No puedo explicar qué congoja me embargó ante semejante declaración de amor infantil. Cuando lo vi apearse en su destino y fue directo a los brazos de sus padres que lo estrecharon con tanto cariño caí en la cuenta de cuánto añoro mi niñez, las veces en que mis propios progenitores me dejaban esporádicamente a cargo de algún familiar o sencillamente me iba un día de excursión con los compañeros del colegio. La sensación de verlos esperándome cuando regresaban a buscarme era maravillosa. Me sentía amparado, protegido ante cualquier amenaza. El mundo era en aquellos momentos un lugar hermoso donde sólo me aguardaban sorpresas agradables. Nada que ver con la jungla que uno se encuentra cuando la burbuja invisible que nos mantiene a salvo se desvanece y nos vemos expuestos a la maldad y la perdición.

El otro día me pareció volver a verlo. Estaba cenando en la cocina de mi casa y ya había oscurecido. Involuntariamente miré por la ventana. El escenario, el de costumbre, una plaza interior ajardinada donde todos los vecinos sacan a pasear a sus mascotas. En uno de los bancos, bajo la tenue luz de una farola, se congregaba una pandilla de chavales jugando. Entre ellos había uno con el pelo rapado al cero. ¡Vaya!, pensé, debe de ser aquel mozo que por casualidades del destino se ha mudado a mi barrio. O tal vez no. Qué mas da, en todo caso. Me habría hecho ilusión, pero al fin y al cabo este chico no era más que otra persona a quien la vida, precozmente, le había propinado un mordisco feroz como la dentellada de un tiburón. Otra criatura más con heridas que curar tras la batalla como aquella que se cruzó en mi camino. A veces tengo sueños en los que regreso a aquel momento y lugar en el que todavía mi alma era pura y serena. Estoy convencido de que, si fuese posible, daría todo lo que tengo por recuperarla.

Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora