24. La flaqueza del alma

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La vida no perdona la debilidad

Adolf Hitler

Fernando Trueba confesó cuando la academia de Hollywood lo premió con un Oscar que no creía en Dios sino en Billy Wilder. Olvidándonos del rictus de estupefacción que se les debió de quedar a las estrellas que acudieron a la ceremonia en directo (por no hablar de los millones de personas que presenciaron la gala por televisión), esta aplastante demostración de fe merece cierta reflexión.

Debemos admitir que depositar nuestra confianza ciega en otro ser es una cualidad consustancial a nuestra naturaleza, independientemente de que esta dependencia emocional tenga connotaciones religiosas o no. El que se declare abiertamente agnóstico en alguna medida está faltando a la verdad. Siempre existe algo o alguien cuya simple mención nos motiva para actuar de determinada forma o nos infunde valor y coraje para seguir adelante. Sabemos que nuestra confianza en él está justificada. Podemos aferrarnos a aquello que representa nuestros ideales o con lo que nos sentimos identificados. Cuando las cosas nos van bien para darle las gracias y cuando se tuercen para consolarnos o pedirle consejo. No nos planteamos que pueda fallarnos o incluso defraudarnos, pues en ese caso nos sentiríamos indefensos como un árbol a la intemperie durante un huracán.

Lamentablemente eso fue lo que le sucedió a la comunidad negra de Estados Unidos, un país donde las desigualdades de clase se siguen produciendo y el profundo sur sigue a día de hoy atemorizado por la alargada sombra del Ku Klux Klan. Esta organización racista todavía lleva a cabo rituales nocturnos en los que una procesión de encapuchados portando teas ardientes recrea las crucifixiones que antaño segaba la vida de hombres de color. El legado de los negreros de los campos de algodón en los que el sol caía a plomo sobre las espaldas de los condenados a latigazos, donde en noches de luna llena los fanáticos enfundados en capirotes sembraban el pánico en las llanuras sigue más vivo que nunca. Sin embargo en los tiempos del tío Tom nadie soñaba con que un lejano día un hermano de su misma sangre pudiese convertirse en el mesías que liberase a su pueblo de tantos años de abusos y vejaciones. Generaciones de violentas revueltas raciales en las que líderes como Malcolm X y Martin Luther King intentaron encauzar la rebelión contra la supremacía de la raza blanca (una hoja de ruta perdida en un mapa de carreteras cortadas) dieron sus frutos. Aunque muchas esperanzas se desvanecieron cuando ambos líderes fueron asesinados dejando moralmente huérfanos a millones de seres que los apoyaban ciegamente, la semilla del cambio había germinado. Tras siglos de opresión, los mal denominados afroamericanos vieron el cielo abierto y la posibilidad histórica de cambiar el status quo el día en que un hombre de su raza llegó al Despacho Oval, con los medios y el poder necesarios para revertir la tendencia.

La Casa Blanca albergó durante dos legislaturas al primer presidente negro de Norteamérica. Tras un primer mandato que no convenció demasiado a quienes tenían depositadas en él muchos anhelos y esperanzas, fue reelegido por otros cuatro años. Es cierto que los retos a los que se enfrentó eran exigentes. Cambiar una sociedad radicalmente es un objetivo demasiado ambicioso para una sola persona. Un paso relevante lo constituyó su programa sanitario universal que pretendió acabar con la hegemonía de las compañías aseguradoras, pero que no acabó de cuajar. Quizá esperar que la venta de armas se vigilase más y dejase de ser un derecho constitucional o que la pena de muerte desapareciese por completo no era una apreciación demasiado realista. Pero que la violencia policial hacia su raza no siguiese siendo una ignominia sí se presumía algo factible y eso siguió produciéndose. Internacionalmente quiso reconocerse su labor premiándolo con un Nóbel de la Paz, alegando méritos no excesivamente convincentes. Una vez dejado el cargo, el tiempo será el que lo juzgue. Puede que, sin pretender compararlo con el gran estandarte en la lucha por la igualdad de razas que fue Nelson Mandela, sea recordado como un gobernante que tuvo buenas intenciones pero que apenas alteró el curso de los acontecimientos. Desperdició una oportunidad única, ocupando un lugar por el que muchos hubieran entregado la vida gustosamente. Como legado infame queda el campo de concentración de la base cubana de Guantánamo, que no sólo no desapareció sino que siguió presenciando crímenes impunes y terribles aberraciones. Como tampoco se eliminaron otros enclaves alejados del territorio yanqui donde los derechos humanos pasaron de largo sin mirar atrás ni detenerse. Un oprobio para quien tuvo en su mano dejar un mañana mejor y tan sólo aportó la ilusión de conseguirlo.

Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora