29. Cuestión de humanidad

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Quizá no haya que buscar una razón para morir sino las razones o, mejor dicho, la falta de razones que se tienen para seguir viviendo.

Antonio Gala

De niños la vida se nos antoja un regalo maravilloso, un pastelillo tierno cuyo exquisito sabor nos deleita el paladar. Una vez disipada esa burbuja de ingenuidad que nos protege nos convertimos en adultos. Entonces constatamos que nuestra existencia no es más que una interminable carrera de obstáculos y, como corredores de fondo que somos, nos corresponde ir superando esas adversidades conforme aparecen. Las más temidas son las relativas a la salud. En ocasiones las personas sufren enfermedades terminales o graves accidentes. Aparejados pueden ir procesos degenerativos o secuelas irreversibles que postren al paciente en una cama o lo dejen prácticamente inmóvil en una silla de ruedas. Incluso sumidos en un estado de coma de incierta evolución.

Abocadas a tan terrible destino, estas personas luchan con todas sus fuerzas por seguir adelante. Todos llevamos dentro un instinto de conservación ubicado en las profundidades insondables del alma. Ante semejante trance esta cubierta protectora se resquebraja como el casco de un barco a merced del oleaje. La fe se tambalea. Lo único que se quiere es poder vivir con un sufrimiento soportable, sin que respirar queme los pulmones o el umbral del dolor se sobrepase al más mínimo movimiento. Pero en muchas ocasiones ni siquiera los medicamentos recetados les alivian. La tortura es constante e inmisericorde. Se comprende entonces que en estas dramáticas circunstancias y tras meditarlo largamente no encuentren una alternativa válida y se planteen morir.

La pregunta es cómo conseguirlo. Ellos mismos están físicamente incapacitados y no pueden provocar su propia muerte. Dependen de que otra persona asuma esa responsabilidad. Ahí surge la necesidad de la eutanasia. Ponerla en práctica es lo realmente conflictivo, pues tanto partidarios como detractores disponen de argumentos válidos que les dan la razón. Sólo está legalizada en apenas tres países (Bélgica, Holanda y Luxemburgo). En el resto los pacientes pueden optar por rechazar tratamientos que alarguen su agonía (incluyendo el soporte vital) y el médico que los atiende puede recomendar sedación o limitar el esfuerzo terapéutico. En lo que más hincapié se está haciendo es en proporcionar los mejores cuidados paliativos adaptados a cada caso, pero que distan de constituir una solución.

Hubo muchas vidas truncadas por la fatalidad que adquirieron notoriedad y saltaron a los medios de comunicación, pero quizá la que más repercusión tuvo fue la del tetrapléjico Ramón Sampedro. Este marino de profesión se partió el cuello al tirarse al mar desde las rocas de una playa cuando sólo contaba con 25 años. Pero no quiso resignarse ni autocompadecerse. Era anticonformista. Solicitó su derecho al suicidio asistido porque seguir sobreviviendo en esas condiciones indignas para él carecía de sentido. Tal era la mente sana y lúcida atrapada en aquella prisión de carne y hueso en que se había convertido su cuerpo. Tras apelar a todas las instancias judiciales ninguna se apiadó de él ni mostró el más mínimo atisbo de empatía. Dejaron desamparado a un hombre cuya única percepción del mundo exterior era la ventana de su dormitorio. Aquella que filtraba día tras día los rayos del sol iluminando un rostro amable y sereno. A través de ella, Ramón observaba un cielo de un azul prístino, donde cualquier ave podría volar en libertad aprovechando las corrientes de aire. A él sólo le quedaban los recuerdos y los sueños. Recorrer la playa descalzo, sintiendo la arena húmeda en la planta de los pies, el olor a sal de una brisa fresca y embriagadora. Llegó el día en que sus deseos se cumplieron. Iría mar adentro tal y como deseaba y nadie le pondría zancadillas. Un alma bienhechora lo ayudó a cumplir su última voluntad aunque los medios empleados no fueron los idóneos (el envenenamiento con cianuro provoca una muerte violenta con espasmos y convulsiones). No obstante, el ejemplo de entereza de este hombre ecuánime y valiente perdurará lo mismo que los libros que escribió con su boca. En ella siempre brillaba una conmovedora sonrisa que expresaba gestualmente las razones por las que a veces es preferible morir a seguir viviendo.

Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora