11. ¿Monarquía? No, gracias

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Para el pueblo español, acostumbrado a la obediencia ciega a la Religión y la Monarquía, un título nobiliario, una sotana o un uniforme son la única referencia posible en momentos de crisis

Arturo Pérez-Reverte

La sabiduría popular afirma que el agua es para los bueyes y el vino para los reyes. O, dicho de otra manera, que la distancia que separa a los humildes plebeyos de los regios soberanos resulta abismal, prácticamente insalvable.

La monarquía es una institución caduca y anacrónica, una reliquia heredada de tiempos remotos dominados por la opresión del feudalismo. Los burgueses más recalcitrantes tienden a proclamar que cualquier época pasada fue mejor y suelen defender las tradiciones nobiliarias a capa y espada. Son los privilegiados que disfrutan a tope de la dolce vita, no renunciando a ningún lujo aun cuando el mundo que les rodea (lleno de pobreza e inmundicia) se desmorone delante de sus narices con toda su crudeza. La flema de que hacen gala los mantiene en su poltrona, la compostura intacta, no dejándose arredrar por ningún contratiempo.

En Francia nadie se olvida de la conocida como Época del Terror. En los últimos años del siglo XVIII la afilada hoja de la guillotina no daba abasto cercenando cuellos. Corrían ríos de color púrpura por las calles adoquinadas, la marea humana con los ánimos enfervorecidos, sedientos de venganza. Se produjo lo inevitable: la rebelión de los oprimidos que, sin un mísero mendrugo de pan duro que llevarse a la boca, se sublevaron tras años de abusos, de ver cómo la clase pudiente se deleitaba con suculentos manjares en mesas decoradas con manteles bordados y cubertería de plata. Más tarde, durante 1917, en Rusia la revolución bolchevique acabó de un plumazo con la dinastía zarista. La nieve se tiñó de rojo en San Petersburgo mientras las ráfagas del viento boreal atravesaban las ventanas rotas del Palacio de Invierno extinguiendo las llamas que todavía crepitaban en las chimeneas.

En algunos casos los miembros de la realeza se vieron abocados a exiliarse allende las fronteras de las tierras que un día estuvieron bajo su control. Ni que decir tiene que el destierro no les resultó del todo traumático. Salieron por la puerta de atrás de sus palacios con lo puesto y una pequeña representación de su corte (los servidores más fieles), pero abandonaron su reino con los riñones bien cubiertos porque fueron previsores y mantuvieron considerables propiedades y capitales en el extranjero fruto de rapiñas y expolios. Las alianzas que los vinculaban al selecto club de los poderosos les garantizaron prosperidad. Así pudieron dormir tranquilos sin sobresaltos porque eran conscientes de que su status no peligraba en ningún momento y que, si se diesen unas circunstancias propicias a sus intereses, regresarían para recuperar y hacer valer sus legítimos derechos dinásticos.

Las leyes relativas a los gobiernos monárquicos están concienzudamente pensadas para favorecer a todo aquel que sea de sangre azul. Los lobbies más influyentes se encargan de elaborarlas a su imagen y semejanza. Sin ir más lejos, nuestra Carta Magna se contradice cuando por un lado afirma que todos los españoles somos iguales ante la ley mientras que por el otro exime al Rey de cualquier tipo de responsabilidad derivada de los actos que pueda cometer, con lo que se le da carta blanca para que haga y deshaga a su antojo. Esa pirueta tan artificiosa y otras por el estilo pululan por el texto constitucional con sutileza, medio veladas al entendimiento de los poco duchos en cuestiones legales. En nuestro país la Casa Real está sólidamente arraigada y el único momento en el que teóricamente peligró (el golpe del 23-F) fue una cortina de humo, una maniobra hábil y maquiavélica fraguada en las altas esferas de la política para consolidar la continuidad de la monarquía.

El Rey emérito Juan Carlos representó a la perfección durante muchos años su papel en actos oficiales y sigue siendo ferviente animador de eventos de toda índole. No obstante su vida privada tuvo muchos claroscuros. Se han escrito biografías no autorizadas (es decir, no escritas por amigos de confianza donde es alabado y ascendido al pedestal de gran servidor de la patria) que no lo dejan muy bien parado. Además de ser un mujeriego consumado, se dedicaba a la caza mayor y mantenía relaciones en la sombra con especuladores sin entrañas. Los escándalos de corrupción estuvieron a punto de salpicarlo en más de una ocasión, pero su más leal consejero siempre consiguió quitarle las castañas del fuego aunque al final lo único que recibiese como recompensa por sus servicios prestados fuera una patada en la rabadilla. A Su Majestad lo que le importaba era "coger vacaciones" para ir a esquiar a Baqueira en invierno o a navegar con su flamante yate por el Mediterráneo en verano.

La Reina Emérita, Doña Sofía, sigue siendo toda una profesional del protocolo y de las relaciones públicas. Siempre impecable y sobria, con una elegancia innata mantiene su sempiterna sonrisa y su aplomo en recepciones oficiales o hace su aparición en actos solidarios de la fundación que preside.

El Rey actual Felipe VI aporta más de lo mismo. Tanto él como sus hermanas (las Altezas Reales Doña Elena y Doña Cristina) ni siquiera se emparentaron con personas de su misma condición sino que han podido escoger libremente como cualquier ciudadano con quién deseaban contraer matrimonio. La estirpe se sigue perpetuando en la tercera generación con varios nietos que ya conforman una extensa línea sucesoria al trono.

Los medios de comunicación siempre han respetado la intimidad de los miembros de la familia real comentando de manera superficial sus actividades sin entrar a analizarlas con detalle. Cierto es que cargan las tintas para que veamos a los miembros de La Corona como participantes de excepción en los éxitos de los ciudadanos y como el rostro más humano y solidario confortando a aquellos que viven momentos duros. Se cuidan mucho de hacernos ver que la Monarquía de alguna forma nos da más prestigio y consistencia como nación. Que sin ella no seríamos lo mismo, que no nos tomarían en serio. Muy discutible. Lo cierto es que jamás se han aireado sus trapos sucios de una manera explícita. Es como si entre el gabinete de prensa de La Zarzuela y los mandamases de los informativos existiese un acuerdo tácito, un pacto de no agresión, una declaración de intenciones en toda regla: "dejadnos tranquilos y ocupaos de perseguir a otros, nosotros somos formales y no damos que hablar". Pues no, resulta que sí tienen bastante que rascar, solo que actúan de tapadillo, astutamente, llevando una vida regalada sin privarse de ningún capricho. Al menos en el caso del Principado de Mónaco los escándalos son públicos y en el Reino Unido la reina Isabel II y su familia son el hazmerreír del pueblo. Contrariamente, en los países nórdicos y orientales los monarcas son muy queridos y respetados por su discreción y exquisita educación.

¿Por qué motivo entonces tenemos que mantener a una serie de personas que viven del dinero que tanto nos cuesta ganar? ¿Será que somos masoquistas? Eso parece, porque no aportan demasiado a nuestra sociedad (si exceptuamos a la Fundación Princesa de Asturias, que cada año entrega diversos premios). A fin de cuentas simplemente representan a nuestro país como embajadores de buena voluntad, un mero símbolo testimonial de la unidad patriótica, pero aun así les seguimos riendo las gracias, los vitoreamos y nos peleamos por darles la mano cuando se dignan a visitar nuestros lugares de residencia.

Resulta difícil hacer una estimación de lo que nos cuesta mantener todo este tinglado, aunque podemos hacernos una idea de que la gracia nos sale por un ojo de la cara recapitulando su organización y el presupuesto que maneja. De buenas a primeras el Estado pone a disposición de la Casa Real todos los años unos 9 millones de euros para que los administre como mejor le convenga. Ahora bien, examinando los datos con detalle se concluye que esta cantidad se queda bastante corta puesto que no se incluyen el séquito personal, los gastos de seguridad (que sufraga el Ministerio del Interior), los continuos viajes oficiales al extranjero (partida con cargo al departamento de Asuntos Exteriores) y el usufructu de diversos bienes inmuebles que, por pertenecer al Patrimonio Nacional, generan unos gastos que deben asumir las arcas públicas. ¿A qué estamos esperando para que de una vez por todas se convoque un referéndum donde el pueblo manifieste si desea o no un cambio de forma de gobierno? Tal vez lo que deseamos sea poder reinstaurar la República poniendo así de relieve que nuestro país ha dejado atrás lo arcaico y pueda dar un paso hacia la modernidad. Ignoro si esto llegará a suceder (es muy poco probable a corto o medio plazo), pero mientras los habitantes de palacio se sigan afeitando hacia arriba y peinando hacia atrás despreocupadamente se seguirán riendo de los peces de colores. Al ciudadano de a pie los problemas lo seguirán acuciando a diario y eso a los que duermen en camas con dosel no les quita el sueño.

Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora