28. El precio de la verdad

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En una época de engaño universal decir la verdad es un acto revolucionario.

George Orwell

Sobreviven en la clandestinidad, ocultándose. Como la presa más débil e indefensa que por instinto se refugia en medio de la manada para evitar ser devorada por el depredador. Para ellos el tiempo transcurre lentamente, los tic-tacs del reloj resonando en sus oídos con el poder del trueno. Son conscientes de que en cualquier momento pueden ser descubiertos y que el peligroso juego del gato y el ratón en el que están inmersos se acabará. Por eso no se atreven a poner un pie en la calle. Permanecen en sus refugios. Pero no porque se avergüencen de sus actos o piensen que son criminales que han cometido un delito deleznable. Ni porque eso ahuyente a los fantasmas o evite que un escalofrío les recorra el espinazo, sino porque el exterior es hostil. Salir fuera implica aguzar los sentidos, tener que escrutar miradas y gestos para discernir si los demás podrían descubrirlos. Cada vez que ven las noticias y los reporteros confirman que su paradero sigue siendo desconocido respiran aliviados. Lo peor son las noches. La tensión los mantiene en vilo, con un ojo abierto y otro cerrado, pendientes del más leve ruido o movimiento inesperado en la insondable oscuridad.

Para su desgracia las repercusiones del paso que se han atrevido a dar serán más dramáticas que la angustia de sentirse vigilados y acorralados. Su testimonio público les granjeará más enemigos que partidarios y más problemas que ventajas. Por decisión propia se han metido en el ojo del huracán. Han tomado la alternativa del diablo, valiente y meditada pero terriblemente comprometedora. El gobierno de sus países ya está tras su pista. Es más, no escatimarán en medios para capturarlos porque los han colocado en lo más alto de su lista negra. No se contentarán con que se conviertan en proscritos. Lanzarán campañas mediáticas para desacreditarlos y poner al mundo en su contra. Lo que haga falta para justificar una implacable caza de brujas. Convertir su vida en un infierno dándoles un escarmiento que no olviden. Así, los que puedan haber experimentado la tentación de emularlos se lo pensarán dos veces antes de alzar la voz y enfrentarse a un coloso armado e inclemente.

Los mártires modernos de la libertad tienen muchos nombres: Garganta profunda si nos remontamos a los tiempos del Watergate; Julian Assange y sus filtraciones de Wikileaks; Edward Snowden, ciudadano cuatro y adalid contra el espionaje global; Falciani y su lista bancaria de cuentas multimillonarias; el (o la) soldado Manning al que nadie quiso salvar; Britanny Kaiser y el escándalo de Cambridge Analytica... Todos ellos tienen algo en común. Necesitarán protección durante el resto de sus vidas, ya sea como seguridad privada o amparo institucional de algún tipo (frecuentemente asilo político).

Su gesto de rebelión tal vez sirva para que el resto del mundo se quite la venda de los ojos y contemple horrorizado cómo los gobiernos nos mienten y manipulan a su antojo, pero su osadía les sale muy cara. La vida de aquellos que rompen el pacto de silencio (violando las cláusulas de confidencialidad que un día fueron obligados a firmar) no será ni mejor ni más justa de lo que era, al contrario. Se sacrificaron renunciando a todo por pura convicción. Iba contra su naturaleza tolerar abusos y violaciones de derechos humanos, de manera que tomaron partido de la única forma que podían: cogiendo al toro por los cuernos aún a riesgo de que la bestia se los llevara por delante. Se comprometieron igual que Jesucristo con su pueblo, aun sabiendo que el destino más probable que aguarda a los redentores es la crucifixión.

Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora