26. Ese desconocido llamado amor

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Todo el mundo necesita sentirse compenetrado con otra persona, pero todo el mundo se engaña cuando la encuentra. De hecho creemos que ponemos nuestro amor en ella, cuando lo que ocurre es que nos amamos a nosotros mismos a través de ella. No es la persona lo que verdaderamente importa; es lo que esa persona puede darnos o acaso lo que esa persona puede hacernos sentir cuando el vacío nos invade.

Mercedes Salisachs

Ingrid Bergman afirmaba (en una sincera y conmovedora declaración de romanticismo) que el beso es un delicioso truco diseñado por la naturaleza para detener el habla cuando las palabras se vuelven superfluas. Esta hermosa frase define con exquisita ternura cómo le demostramos a otra persona que es la responsable de que cada mañana nos levantemos con una sonrisa pintada en los labios.

Durante la adolescencia habitualmente las chicas son delicadas y frágiles como los capullos de una flor exótica antes de su dehiscencia y los chicos, cuyo despertar sexual es más tardío, torpes y tímidos. Cuando ambos sexos se entrecruzan se produce una explosión emocional resultante de la colisión entre un mundo de fuego y otro de hielo. La magia del amor surge así espontánea y natural, un caudal de emociones que proporciona risas y llantos, gozos y aflicciones.

Enamorarse puede ser un acto súbito o un proceso que requiera bastante tiempo. En el fondo no importa si Cupido se da prisa en disparar su flecha o se lo toma con calma. El resultado no varía: experimentamos un dulce encantamiento, un fascinante hechizo en el que el hada madrina de nuestros sueños nos toca con su varita mágica haciéndonos flotar entre nubes como si caminásemos sobre campos de algodón. Un éxtasis de adoración con el que alcanzar el clímax. Lamentablemente los efluvios de oxitocina (llamados coloquialmente mariposas en el estómago) se disipan tarde o temprano. No nos queda más remedio que aterrizar en la cruda realidad: aceptar que los noviazgos idílicos son una quimera, que es complicado compenetrarse con alguien por mucha voluntad que se ponga y que debemos armarnos de toda la paciencia que podamos. Suerte la nuestra si conseguimos afianzar un vínculo con otra persona hasta estrecharlo y consolidarlo. Tendremos felicidad y habremos evitado así caer en el descontento. De ahí a la apatía y a la desilusión sólo hay un paso. El distanciamiento o la falta de compromiso a veces se convierten en enemigos insalvables y toca experimentar la cara más amarga de toda unión sentimental: la ruptura.

Las relaciones que no cuajan pueden llevarse con discreción intentando arreglar las cosas en la intimidad o ser objeto del morbo público cuando los miembros de la pareja están dispuestos a salir en televisión para que un tercero lo intente por ellos. En determinado programa de cuyo nombre prefiero no acordarme una celestina a sueldo tenía como misión recomponer entuertos amorosos. El perfil tipo que solía acudir era el de un hombre ya casado, con un matrimonio maltrecho a base de disputas y desencuentros. El punto de partida era la redención, pedir perdón a su señora por ponerle los cuernos, pasar el tiempo libre en el bingo o irse de juerga con los compinches hasta las tantas.

La sufrida esposa pasaba entonces a ser objeto de una visita por parte de la presentadora. Ésta le trasmitía el mensaje de arrepentimiento de su marido. La pobre mujer, atónita ante las cámaras, no sabía dónde meterse de la vergüenza que pasaba. Ni siquiera reparaba en la bebida que gentilmente le ofrecía el equipo del programa por si se le secaba la boca. En esos momentos sólo pensaba en que su cónyuge, maldita fuera su estampa gitana, había ido demasiado lejos para intentar resucitar las brasas de una pasión extinta largo tiempo atrás. Mientras tanto, a los espectadores les era mostrada la imagen de un hombre en el plató en actitud mohína, afligido y taciturno que a media voz admitía a regañadientes haber sido un insensato, comportándose con egoísmo. Para sí lamentaba haberle hecho la puñeta a su "pichoncita" por haberse largado con otra veinte años más joven dejándola sin pensión y con varios churumbeles que alimentar. (Implícitamente también se prometía a sí misno no volver a propinarle a su mujer una bofetada por nimiedades cuando llegaba a casa borracho como una cuba). Si la esposa era de temperamento contumaz y con pinta de estar hasta las narices del energúmeno con el que tuvo la desgracia de casarse, apenas fijaba su atención en la pantalla del monitor que le ponían delante porque no soportaba ver al susodicho personajillo ni en pintura. Al emisario del mensaje de arrepentimiento le respondía (con el pecho henchido por la dignidad) que, si de ella dependiera, encadenaría con grilletes manos y pies del malnacido con el que se casó y arrojaría la llave al mar. Sin embargo, algunas mujeres más pusilánimes y sumisas no tardaban en aceptar de buen grado las explicaciones que le daban y volvían al redil como corderitos mansos. Perdonaban pecados y vejaciones como buenas cristianas sin vacilar. Accedían a visitar los estudios de la emisora para una reconciliación con su costilla bañada en lágrimas de emoción.

Visto el triste panorama de las relaciones entre sexos parece que la decencia y el decoro no tienen cabida en el impúdico escenario del teatrillo mundano. Se consiente que un desconocido desnude nuestra alma revelando confidencias. Con ello sólo maquillamos la realidad con una pátina de sensiblería barata. Querer a alguien no es conseguir que una avioneta sobrevuele nuestras cabezas con un letrero que diga "¡Menganita, te quiero", después de haber menospreciado su valía repetidas veces llevándola por la calle de la amargura. Hacen falta más demostraciones de afecto y menos frivolidades de cara a la galería.

Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora