Pocos sospechan al percibir la primera fisura en una pieza de porcelana que esa delgada línea basta para hacerla estallar.
Nuria Barrios
El sol lucía majestuoso en lo alto del cielo como si siempre hubiese estado allí y no fuese a apagarse nunca. En el horizonte no asomaba ni una sola nube. La playa era un arenal casi perfecto donde yacían diseminadas un sinfín de conchas. El mar estaba en calma, la cadencia del oleaje amortiguada. El agua era prístina, un caleidoscopio de luces de colores bajo los rayos del disco solar. Tumbado encima de una toalla (boca abajo con los ojos cerrados) procuraba no pensar en nada, despejar la mente, tonificar el espíritu, dejarme llevar por la quietud del momento. La brisa cantábrica atenuaba la sensación de calor haciéndola más soportable. Resbalaba sobre mi piel en oleadas, acunándome, haciéndome sentir más vivo, como si flotase en un espacio de ingravidez. No escuchaba cantos de sirena pero oía las voces de algunos niños, que jugaban y reían felices como sólo ellos son capaces de hacerlo. En ese estado de obnubilación permanecí bastante rato, no sabría decir cuánto, sin importarme nada ni nadie, como un río que fluye tranquilo y sin obstáculos.
Un ruído repentino, cuyo origen no sabría precisar, me sobresaltó. Tal vez no fuese un ruído, puede que se tratase de una sensación interna, una intuición o corazonada, porque al darme la vuelta al principio no percibí nada raro ni fuera de lugar. Todo permanecía sereno, no había motivo de alarma que justificase mi súbita intranquilidad. Pero era innegable que, imperceptiblemente, la situación había cambiado. Después de echar un vistazo a mi alrededor fijé mi atención en la orilla. Había varios bañistas congregados hablando entre ellos y formando un círculo. Aparentemente sólo curioseaban, pero con sus cuerpos ocultaban un bulto que había detrás. Con la marea baja y a la distancia a la que me hallaba no podía discernir de qué se trataba. Decidí incorporarme y me aproximé un poco para salir de dudas. Por lo que pude intuír efectivamente algo se movía. Seguramente, supuse, los restos de algún animal que, en las cercanías de la costa, había encontrado su triste final en aquel lugar. Había oído historias de ballenas y otras especies de mamíferos marinos que, al saberse moribundas, se dejaban arrastrar hasta la costa, así que concluí que muy probablemente ése era el caso. Pero pronto me desengañé. Cierto que aquello que flotaba a escasos pasos de la orilla podría pasar por un delfín visto desde lejos, pero aproximándome lo bastante distinguí con claridad el cuerpo de una persona.
Pude constatar que se trataba de un hombre de constitución fuerte con excesivo sobrepeso. El mar lo vapuleaba con sus embestidas como si fuese un muñeco de trapo. Lo más probable era que, dada su obesidad mórbida, hubiese sufrido un infarto antes que un corte de digestión. La gente que lo rodeaba procuraba ayudarlo a incorporarse pero en vano, pues pesaba demasiado. Algunos acudieron prestos a pedir auxilio y los socorristas no tardaron en llegar a la carrera portando sus maletines de primeros auxilios. Entre varios lograron sacarlo de la orilla y ponerlo boca arriba. Tras apartar a la multitud de gente que se había congregado comenzaron a practicarle la reanimación cardiopulmonar. El tiempo pareció detenerse. Se me secó la boca. Me quedé paralizado donde estaba. Los sanitarios realizaban denonados esfuerzos por recuperar a la víctima allí tendida, que probablemente había tragado bastante agua y estaba al borde del colapso. Reinaba un silencio extraño sólo roto por las aspas del helicóptero de emergencias que apareció a los pocos minutos y que aterrizó en las proximidades para proceder a la evacuación del accidentado. Me sentía enajenado, como si de repente me hallase en medio de una pesadilla donde sólo fuese un mero espectador y nadie me viese ni notase mi presencia. Con un esfuerzo me froté los ojos para intentar alejar de mí aquella visión espantosa. Los sanitarios seguían con su desesperada carrera contrarreloj por evitar que la vida se escapase de aquél cuerpo tendido sobre la arena. Con el rostro perlado de sudor y tras más de 40 minutos intentando que su corazón volviera a latir tuvieron que rendirse a la evidencia de que esta vez la muerte había ganado la batalla. Taparon al ahogado con una manta y se lo llevaron en una camilla ante la atónita mirada de los testigos allí congregados, que presenciábamos el lamentable espectáculo de un ahogamiento en directo. No era capaz de articular palabra. Tan sólo recuerdo que quien estaba a mi lado (un chico negro como el carbón con unos dientes increíblemente blancos) negaba con la cabeza en un gesto de impotencia al tiempo que decía en francés "Èst mort".
Una vez que todo hubo concluído poco a poco cada cual volvió a lo que estaba haciendo como si nada hubiese pasado, con el ambivalente sentimiento de consternación y alivio pintado en el rostro del que piensa: "menos mal que no me ha tocado a mí". Yo fui incapaz de recuperar la compostura. Sin pensármelo dos veces cogí mis bártulos y me fui. No quise volver la vista atrás. Experimenté un desasosiego profundo como un pozo. A lo lejos se oían los graznidos de las gaviotas, que volaban libres en un cielo donde, esta vez sí, oscuras nubes de tormenta se vislumbraban en el horizonte.
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Promesas incumplidas de juguetes rotos
Non-FictionAtrévete a parar durante un rato tu frenético ritmo de vida. Aquí hallarás reflexiones profundas sobre temas que nos preocupan a todos contadas desde un punto de vista crítico y personal.