30. Homo homini lupus

2 1 0
                                    

Es increíble que la naturaleza pida a gritos ayuda, pero más increíble es que nadie la escuche.

Anónimo

Tierra es el título de una novela del brillante físico, divulgador científico y escritor norteamericano David Brin. El argumento nos traslada a un futuro distópico donde un desconocido experimento en la vanguardia de la tecnolgía origina un agujero negro que amenaza con devorar a nuestro planeta. Si se quedase sólo en eso no dejaría de ser una obra bastante convencional, una vuelta de tuerca más en el complejo universo de la ciencia ficción en la estela del gran Isaac Asimov. Pero su mensaje trasciende al simple concepto de una singularidad de gravedad infinita. El auténtico leit motiv del libro es un conmovedor alegato acerca de nuestra responsabilidad para con nuestro deteriorado hogar, un profético mensaje que cala hondo. Vista en retrospectiva, esta historia contada hace más de treinta años nos hace reflexionar acerca de qué heridas estamos infligiendo a la biosfera y qué soluciones se ofrecen para intentar curarlas.

El triángulo del éxito en la conservación de la naturaleza tiene un vértice cojo. Podemos y sabemos pero no queremos. Al menos no con la intensidad requerida. De ahí que todos los esfuerzos realizados hasta ahora por minimizar el impacto antropogénico sobre el entorno estén cargados de buenas intenciones pero no sean eficaces. Se invierten bastantes recursos pero los frutos logrados son insuficientes. Los jefes de estado y de gobierno de casi todos los países se reúnen periódicamente desde hace casi cincuenta años y ni siquiera ser el foco mundial de atención sirve de estímulo para obtener un documento robusto y consistente que llegue a plasmarse en la realidad. Se habla con grandilocuencia de desarrollo sostenible pero ese concepto es una quimera para la sociedad del siglo XXI, esclava de un modelo capitalista de crecimiento desorbitado. Los únicos que efectivamente no comprometen el futuro son las tribus indígenas de determinadas zonas como las de la cuenca del Amazonas, y precisamente están en peligro de extinción por la voracidad del hombre blanco. Así que ya no valen medias tintas, hay que posicionarse. O se es parte de la solución o se forma parte del problema. La conciencia del planeta nos está hablando manifiestamente en forma de catástrofes naturales pero también en un lenguaje que debería ser más comprensible (el de la voz de una adolescente que intenta transmitir su mensaje), pero hacemos oídos sordos.

El respeto por la naturaleza no es una moda, es una necesidad ante una amenaza seria y preocupante. La población mundial está disparada y, al igual que la entropía del universo, crece sin freno. Ese parámetro ya es de por sí alarmante. Si a eso le sumamos la proporción de CO2 en la atmósfera más elevada de los últimos cinco millones de años el cóctel ya es explosivo. Más habitantes que demandan más energía y que inevitablemente emitirán más gases de efecto invernadero en un mundo que lucha contra un calentamiento global imparable. El ciclo biológico del carbono completamente alterado, incendios fuera de control, los océanos acidificándose, el círculo vicioso del deshielo polar que se retroalimenta... Pues por increíble que parezca lamentablemente hay gente que no se lo toma en serio. Ecologistas hipócritas o de pacotilla: políticos que presumen de verdes subiendo el precio del transporte público con la excusa de ofrecer un mejor servicio mientras ellos viajan en coche particular; los que desde casa quieren salvar a las focas del Ártico y ni siquiera se molestan en separar los residuos; los que limpian su conciencia fácilmente ensuciando el suelo cuando van de botellón pero que presumen de pagar una cuota anual a una ONG conservacionista; los que se apuntan a manifestaciones o a recoger chapapote sólo para colgar un selfie en su red social; los radicales partidarios del corte del suministro eléctrico que obvian el hecho de que los generadores de emergencia funcionan con gasoil; y, claro, no podían faltar los famosos que enardecen a las masas con mensajes muy persuasivos de que es hora de cambiar de estilo de vida mientras ellos viajan en jets privados. No nos olvidemos tampoco del sistema global que pretende engañarnos y hacernos comulgar con ruedas de molino promoviendo el "día sin coches", consintiendo la fabricación de artefactos con fecha de caducidad predeterminada (obsolescencia programada) o permitiendo que la industria cometa fraudes como el del dieselgate.

Nadie duda que la inteligencia humana es el producto de la máquina más perfecta jamás creada: el cerebro. Pero nuestra perdición reside en que rara vez la empleamos para algo que no implique un beneficio económico. El hombre es la única especie que no respeta el equilibrio ecológico y por lo tanto está condenada a su extinción (llevándose por delante en el proceso a la mayor parte del resto de animales y vegetales). No nos adaptamos a lo que nos rodea. Damos por hecho que la regeneración natural sigue el ritmo humano pero la Madre Gaia evoluciona en eones. El contrapunto reside en que el desequilibrio del ecosistema es veloz y fulminante, con un poder imposible de dominar. El tiempo para acompasar los latidos de ambos corazones se agota si es que no lo ha hecho ya. Como herederos de la habitabilidad del único lugar del universo conocido donde existe la vida estamos obligados a conservar tanto la una como la otra. En caso contrario seremos nuestros propios verdugos, cometiendo un suicidio a cámara lenta. De nada nos servirá el triste consuelo de que el armagedón tendrá que suceder de todas formas condenándonos al exterminio y al olvido cósmico. Para nuestra desgracia al hipotético pedrusco que en un lejano futuro venga del espacio tal vez no le quede mucho que destruír.

Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora