Una vez descartado lo imposible lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad.
Arthur Conan Doyle
Las matemáticas son hermosas, de una elegancia tal que uno se sorprende de que esencialmente nos refiramos a combinaciones de números y símbolos. Son capaces de reproducir y justificar con razonamientos abstractos basados en la lógica prácticamente la totalidad de los fenómenos que se producen a nuestro alrededor. El mundo sería muy distinto sin ellas. No se puede negar que, en su aspecto pedagógico, se le atragantan a la mayoría de los estudiantes. ¿Quién no se ha tirado de los pelos o le ha dolido la cabeza al intentar resolver teoremas o ecuaciones diferenciales cuyo fundamento desconocía? Difícil apreciar la belleza en esas condiciones, pero objetivamente es justo reconocer que nos inspiran confianza porque sabemos que no se equivocan. La maquinaria matemática funciona con la precisión de un reloj atómico y, al igual que la medición del tiempo o de cualquier otra magnitud nunca es completamente exacta (siempre existe cierto grado de indeterminación), las matemáticas también fallan (o, al menos, determinados sucesos no pueden explicarse según sus postulados).
La pista en la que patinan los algoritmos se llama aleatoriedad. El azar es caprichoso como un niño consentido (como bien saben los inventores, que están a merced de los trucos que la serendipia les tiene reservados). Cuando hablamos de probabilidades asumimos que las incógnitas sólo se despejan a posteriori. Sí, desde luego que hay visionarios que no tienen reparos en elucubrar escenarios futuros (recuérdense las profecías de Nostradamus, muchas de las cuales hasta se han cumplido). No obstante, con o sin bola de cristal de por medio, pretender adelantarse al tiempo es demasiado aventurado hasta para un clarividente. Llaman la atención determinados acontecimientos altamente improbables (revoluciones tecnológicas, conflictos bélicos...) que han trastocado la dinámica global y que, a pesar de considerarse impredecibles, son racionalizados retrospectivamente. A toro pasado hasta el más tonto de la clase puede argumentar que eso se veía venir, como si lo que nos ha cogido por sorpresa nos hubiese estado avisando y hubiésemos estado distraídos. Tal vez los datos estaban disponibles y si se analizaron no se extrajeron las debidas conclusiones o puede que los parámetros establecidos no se definiesen con corrección. Incluso para el mayor superordenador disponible, un prodigio de inteligencia artificial con una capacidad de cálculo de trillones de flops, sacar algo en limpio entre tanto ruido de fondo sería casi milagroso.
Nos gusta pensar que ejercemos un control absoluto sobre nuestra realidad y que vivimos libres, no condicionados por nada ni nadie. Ahí es donde pecamos de ingenuidad. Algo se nos escapa. Suena a ciencia ficción, pero quizá en una dimensión indetectable un ente invisible se encargue de mover los hilos y nuestra existencia sea sólo la marioneta que experimenta sus impulsos. La única verdad absoluta (en un universo regido por la relatividad) es que contra los imponderables cualquier esfuerzo es en vano. Estamos sometidos al Imperio del Caos y a su Emperatriz Doña Entropía, la dama del desorden.
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Promesas incumplidas de juguetes rotos
Non-FictionAtrévete a parar durante un rato tu frenético ritmo de vida. Aquí hallarás reflexiones profundas sobre temas que nos preocupan a todos contadas desde un punto de vista crítico y personal.