El de la locura y el de la cordura son dos países limítrofes, de fronteras tan imperceptibles que nunca puedes saber con seguridad si te encuentras en el territorio de la una o en el de la otra.
Arturo Graf
I
El origen de la demencia todavía representa una incógnita que los psicoterapeutas y neurólogos no han sido quienes de despejar. Insignes eminencias y estudiosos de las conexiones neuronales comienzan tímidamente a apuntar algunos matices que intentan dar respuesta a determinadas conductas. Los resortes cerebrales que se ponen en marcha y desencadenan la pérdida de la lucidez mental y el oscurecimiento de nuestras facultades de raciocinio funcionan mediante un mecanismo demasiado complejo del que no se conocen todas las reglas.
Habitualmente las fobias, manías, neuras y obsesiones se manifiestan conforme el individuo evoluciona en su crecimiento personal. Los que le rodean comienzan a apreciar comportamientos inusuales. Puede que noten cierta hosquedad o reserva; tal vez lo contrario, insólitas muestras de extroversión y jovialidad, la eterna pugna entre el yin y en yang, una bipolaridad. En otros casos son actitudes no observadas anteriormente y comentarios fuera de tono. La conclusión es bastante obvia: el tipo está pasado de rosca, mal de la azotea, esto es, majareta perdido. Ante eso cualquiera se muestra reticente a permanecer a su lado por temor a una reacción del todo impredecible. La marginación a la que se ve abocado sume a quien padece estos trastornos en el mundo propio de un autista, una reclusión social que lleva aparejada la soledad con mayúsculas. ¿Quién puede ser tan insensato como para aproximarse a un pobre diablo al que se le pueden cruzar los cables en el momento menos pensado?
Ser de los que vuelan sobre el nido del cuco es tener mala sombra. Perder el juicio sólo conlleva desgracias. A los maniaco-depresivos, esquizofrénicos, bipolares, psicópatas o paranoicos que se sienten perseguidos les esperan las camisas de fuerza y los electroshocks. Pasar los días bajo los efectos de sedantes y drogas que anulen cualquier emoción, como autómatas programados para vegetar sin molestar a nadie y con la mirada perdida, los ojos carentes de brillo, apenas despegando los labios para susurrar una palabra inteligible.
La locura puede irrumpir bruscamente desbordando las aguas del pensamiento racional (que discurrían mansas por su cauce), en una crecida de efectos devastadores. La persona que antes mostraba un comportamiento lógico dejará de sonreír o estallará en carcajadas sin venir a cuento; quizá ya no sueñe con ángeles sino con demonios. Las sábanas de su cama se empaparán de sudores fríos y su mente parecerá haber sufrido un cortocircuito. El tiempo cobrará otra dimensión, un estado onírico donde realidad y fantasía se entrelazarán en una danza macabra y desquiciante. Lo último que tendrá tiempo de percibir antes de cruzar el límite de la cordura de forma irreversible es que algo se rompió en algún lugar remoto de su cerebro y nadie lo podrá reparar.
II
Uno de los cánceres de la sociedad capitalista es que el éxito se mide por la cantidad de ceros que se tienen en la cuenta corriente. Algunos creen que el camino más rápido para llegar a él es echarlo a suertes. Lo malo no es empezar a jugar, sino que por un motivo u otro eso se convierta en adicción. Para colmo de males el juego no solamente está legalizado sino que además el Estado lo fomenta a base de anunciarlo por todos los medios posibles porque es uno de los negocios más lucrativos que existen (con la mínima inversión se obtiene el máximo beneficio). Lotería, Primitiva, Quiniela, Euromillones... un sinfín de modalidades a cada cual más enrevesada para engancharnos en su interminable rueda de la fortuna. Las casas de apuestas deportivas (acechando desde las esquinas de los barrios y copando los dispositivos tecnológicos más comunes) no se quedan atrás y dinamitan el mercado con publicidad agresiva dirigida a un público necesitado de emociones fuertes. La casi infinita oferta de premios en las competiciones crea un universo de nuevos adictos cuya repercusión social todavía está por explotar.
El acceso al juego suele producirse en la adolescencia. Los legendarios futbolines y los pin-ball son especies en extinción en los salones de máquinas recreativas. No han tardado en ser relegados al olvido, pues la fascinación que ejercen las cabinas futuristas de realidad virtual que alojan los videojuegos de última generación suponen una tentación irresistible. Los ingenios electrónicos tridimensionales hacen experimentar al que los prueba una descarga de adrenalina bestial. Las mentes ávidas de emociones fuertes son sometidas a un vendaval de aventuras sobrecargadas de decibelios e imágenes holográficas que los hacen sentirse los auténticos protagonistas de la acción poniendo los cinco sentidos en los mandos. Que en la pantalla se lea game over no significa más que una advertencia para que el usuario vuelva a darle al botón de play.
En otra estancia de los mismos locales (restringida a mayores de edad y con la correspondiente prohibición explícitamente indicada), un nutrido regimiento de máquinas tragaperras embaucan a cualquier primo que se cruce con ellas. La tentación de alinear figuras en sus pantallas deteniendo el flujo de iconos en el momento exacto es irresistible. Tan solo hay que cruzar los dedos y esperar a que las monedas comiencen a borbotear en el cajetín metálico de la parte inferior. Música para los oídos. Voilá. Pero hasta el más tonto sabe que esos artilugios están programados con algoritmos para que eso se produzca una de cada x veces. La banca trabaja con una baraja de naipes marcada, pero el entusiasmo de conseguir el premio, las luces intermitentes de colores y los sonidos que emite el engendro electrónico muchas veces ciegan el intelecto. Se cree que son huchas gigantescas que hay que agitar para que desembuchen su jugoso contenido. Resulta patético ver a un abuelete absorto ante semejante engañabobos. Lo timan como a un chino y el pobre se dejará la pensión, con la cartilla de ahorros en números más rojos que la lencería de una madame de burdel.
Jugar sin tino causa estragos. El jugador cree tener la situación controlada y, de la misma forma que un alcohólico o drogadicto, está seguro de poder dejar el hábito cuando quiera. Sólo piensa que un par de partiditas en el bingo con los amigos o apostar en los ratos libres para disipar preocupaciones son pasatiempos inocuos. Pero la codicia es poderosa, capaz de dilapidar lo que a uno le cuesta toda una vida obtener. Para los supersticiosos el hecho de perder es cuestión de estar atravesando una mala racha que pasará enseguida. Su avaricia les convence de que el casino es el umbral de un futuro que le deparará prosperidad y todo lo que se le antoje, el paraíso perdido donde se cumplen todos los sueños. Se puede reventar la banca y levantarse multimillonario al día siguiente. Creen que ganarán la próxima mano de Black-Jack o que los dados le traerán suerte el día de su cumpleaños. Pero olvidan que el que ríe el último ríe mejor y la banca no es tonta. La próxima estación en el viaje hacia la perdición es empeñar hasta la camisa para seguir teniendo liquidez. No dejar de apostar, aun a costa de verse en el apuro de deberle una fortuna a un prestamista de los bajos fondos o a un gángster mafioso menos benevolente que Don Vito Corleone cabreado. El adicto al juego sólo se siente sereno sabiéndose protagonista de la acción como el as de una escalera de color en una partida de póker clandestina. Que su comportamiento compulsivo no se convierta en crónico y consiga salir del agujero negro en que se ha convertido su mísera existencia sólo depende de una cosa: que al mirarse al espejo éste no le devuelta la imagen de un hombre acabado que es incapaz de reconocer, una víctima derrotada por una traicionera obsesión más fuerte que su voluntad.
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Promesas incumplidas de juguetes rotos
Non-FictionAtrévete a parar durante un rato tu frenético ritmo de vida. Aquí hallarás reflexiones profundas sobre temas que nos preocupan a todos contadas desde un punto de vista crítico y personal.