31. Mucho ruído y ninguna nuez

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Contra la estupidez hasta los dioses luchan en vano.

Johann Wolfgang Goethe

Ese día me tocaba ir al banco. Es algo que suelo hacer de Pascuas a Ramos, no me crié como mi padre en el antiguo negocio de las letras de cambio y los pagarés hoy marcado por una extensa variedad de productos financieros. Si la memoria no me falla me disponía a efectuar un ingreso en efectivo (alguien me había pasado una factura y como buen pagador me disponía a saldar la deuda). El caso es que acudí sin dilación a la oficina donde mi acreedor tenía depositados sus ahorros o, al menos, donde figuraba como titular de una cuenta corriente. Maravilla entrar en un local donde prima la seguridad y la pulcritud. Cámaras de videovigilancia estratégicamente situadas grababan ininterrumpidamente. Un suelo de mármol impoluto y perfectamente encerado reflejaba la luz cegadora de los fluorescentes del falso techo de escayola. A juego con las paredes recubiertas con planchas de madera estaba el personal, mayoritariamente compuesto por mujeres.

Con paso ligero me dirigí a la caja. Tiempos aquellos en los que los cajeros estaban parapetados en cubículos cerrados con cristales blindados a prueba de atracadores con pasamontañas. Detrás de un mostrador la empleada me preguntó amablemente qué deseaba. Le dije a lo que iba, a un ingreso corriente y moliente. Le alargé el papel donde tenía apuntado el número de referencia que me habían facilitado al efecto. Me preguntó si era cliente de la entidad y negé con la cabeza. Dijo que en ese caso tenían que cobrarme una comisión de 3 euros por la operación pero que tenía la opción de acudir al cajero automático de la entrada y hacer yo mismo la gestión, lo cual me saldría gratis, mira tú por dónde. Con las mismas recogí el papel que le había dado mientras pensaba para mis adentros que después de todo Alí Babá y sus cuarenta ladrones llevaban la fama pero que otros cardaban la lana. Pero en fin, para qué discutir. Me dirigí a la puerta. El cajero estaba empotrado en la fachada. En su pantalla táctil una secuencia de imágenes y texto anunciaba su presencia como el anuncio de neón de un local de alterne a la salida de una autopista. Al tocar el cristal líquido se desplegó un menú sencillo e intuitivo. Seleccioné la opción "Ingresos". A continuación se me solicitaban los datos: pacientemente y con la precaución de no equivocarme tecleé el número de cuenta. No estaba por la labor de bailar un dígito y tener que empezar de nuevo. Debí de ponerlo correctamente porque lo siguiente que apareció ante mis ojos fue: "Marque el importe a ingresar". Así lo hice: 95 €. Tras unos segundos apareció el siguiente mensaje: "Introduzca los billetes en la posición indicada por el lugar que se le indica". Me dispuse a seguir las instrucciones. Deslicé dos billetes de 50 por la abertura y el aparato los succionó literalmente de mis dedos. Vaya, pensé. Ni el mendigo más hambriento me los hubiera arrancado de las manos con semejante ansia. Bueno, muy bien colega, ya casi hemos terminado. Devuélveme los 5 ochavos que corresponden, escupe el pertinente recibo y adiós muy buenas. Pero eso no fue lo que sucedió. Tras unos ruidos internos sospechosos donde parecía que los billetes estaban siendo digeridos la máquina enmudeció. Emitió un recibo de confirmación de la operación efectuada y en la pantalla sólo se leía "Transacción realizada correctamente. Indique si desea realizar otra". Con la indignación surgiendo de la boca del estómago pulsé "No". El engendro artificial se despidió con un "Encantado de atenderle. Que pase un buen día". Venga hombre, resulta que te has comido 5 € y encima me vienes con tu fingida amabilidad de vendedor complaciente. Entré nuevamente en la oficina y al momento tuve nuevamente enfrente a la misma cajera. "Oye, perdona, resulta que he hecho tal y como me has dicho y el cajero se ha tragado el cambio". Con un cierto deje dubitativo contestó: "Ummm, en ese caso habrá que comprobarlo. Al final de la mañana cuando hagamos el arqueo contaremos el dinero y te avisaremos. Déjanos un teléfono de contacto".

Como no podía ser de otra forma se constató que el cliente (que en esos momentos ya podía garantizar que dejaría de serlo de ahí en adelante) tenía razón. No se trataba de que me devolvieran lo que me correspondía (faltaría más). Pero marear a la gente y hacerle dar tantas vueltas para algo tan trivial a estas alturas de la película no es aceptable. Se supone que dispositivos tan tremendamente caros y sofisticados como los terminales de banca electrónica están para facilitar las cosas. Es muy lícito que las empresas se automaticen. La evolución lo demanda. Las ventajas de sustituir a una persona por un ingenio electrónico son muchas: las máquinas no se cansan; son rápidas y eficaces; no enferman ni piden la baja; no se les ocurre solicitar un aumento de sueldo; no se afilian a sindicatos ni van a la huelga... Son instrumentos que cumplen el propósito para el que fueron diseñados. Pero no queramos atribuirles más poder del que ya de por sí ostentan. De momento ninguna ha pasado el test de Turing. Eso viene a significar que tienen la inteligencia del ingeniero de software que las programó. Necesitan supervisión externa y, en raras ocasiones, aunque no tienen boca se equivocan. Cometen errores al igual que los humanos. De manera que cuando veo a alguien extasiarse ante lo que sale por una pantalla como si eso fuese la palabra de Dios (lo que es harto frecuente cuando te cruzas con smombies por la calle) me horroriza. Así que levantemos la vista y observemos el mundo con ojos críticos. Quizá lo que veamos no coincida necesariamente con la información que nos suministra un condenado chip de silicio.

Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora