5. Terror en las aulas

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La senda de la virtud es muy estrecha mientras que el camino del vicio es ancho y espacioso

Miguel de Cervantes

Mis recuerdos de juventud escolar los evoco con la nostalgia que nos hacen sentir los besos robados de una novia secreta: duelen porque se los ha llevado el viento pero al mismo tiempo el gozo de haberlos disfrutado nos acaricia la piel hasta que se nos eriza el bello y decimos: "¡caramba, aquellos sí que fueron unos años maravillosos!, ¿dónde se han quedado?"

No obstante, no es cierto el tópico de que cualquier tiempo pasado fue mejor o que echamos de menos todos y cada uno de los momentos vividos. Cuando nuestro comportamiento dejaba que desear enseguida detectábamos en el ambiente que se avecinaba tormenta. La calma era total y en clase no se oía ni el zumbido de una mosca. Detrás de los pupitres nos refugiábamos de la expresión severa y de reconvención de nuestro maestro, que paseaba su mirada de señor dominante y ofendido en su amor propio. Las fechorías que cometíamos no pasaban de ser chiquilladas y trastadas propias de críos: un monigote pintado con tiza en la pizarra ridiculizando a nuestro profe; una guerra de cagotes o de bolas de papel en su ausencia; el típico gracioso que explotaba un globo mascando chicle; el lanzamiento de un petardo en el patio del recreo...

Cuando el maestro nos llamaba al orden nos levantábamos como resortes de nuestros asientos y nos poníamos firmes como una guarnición de soldados rasos ante la orden de su sargento. A algunos nos flaqueaban las piernas y a otros les entraban ganas de mear. Una expresión autoritaria sin subir demasiado la voz bastaba para frenar nuestra osadía y la vara de boj guardada en el último cajón de la mesa de nuestro instructor abandonaba por un momento el ostracismo y sabíamos lo que se nos aguardaba: un latigazo en la palma de la mano, seguido de un dolor agudo e hiriente, el de la punta astillada del instrumento lacerando la piel. Episodios como aquél borraban cualquier atisbo de sonrisa para todo el día. Éramos plenamente conscientes de que era cuestión del humor que tuviera nuestro educador el que tardara más o menos en empezar a repartir estacazo a diestro y siniestro. Su otra táctica disuasoria era propinar capones con los nudillos en el cogote que te dejaban un chichón de los gordos.

Los duros de mollera, torpes y vagos la llevaban clara. Dejar los deberes sin hacer o contestar con disparates a las preguntas de las materias objeto de estudio eran premiadas con ración doble de jarabe de palo. Cuando llegabas a casa con una nota del profesor que rezaba "Su hijo es un haragán y si continúa así no llegará a hacer nada de provecho en su vida" por si no habíamos tenido bastante los papás daban tolete y te calentaban el culo. Ya lo dice el refrán: la letra con sangre entra.

Entre nosotros siempre había un grupo de gallitos que llevaba la voz cantante. Los que éramos más tímidos constituíamos el blanco de las burlas de los demás por ser demasiado formales o tener apellidos proclives a la gracia fácil. Alguna novatada sí se producía dentro de ciertos límites tolerables, no pasando de constituir un divertimento mofarse de un compañero pero sin excederse en las formas. Había un código ético no escrito que ponía límites a las bromas que se gastaban.

Escenas como éstas eran el pan nuestro de cada día del sistema educativo de no ha muchos años, cuando todavía la autoridad del docente no era cuestionada, los chavales acatábamos sin rechistar lo que se nos ordenaba y nadie había oído nunca hablar del bullying. Por desgracia hoy las conductas antisociales han degenerado considerablemente y son ahora los profesionales de la educación y los alumnos más pusilánimes las víctimas del sadismo más infame.

Los coles e institutos se han convertido en territorios comanche donde prevalece la ley del miedo impuesta por mentes retorcidas que disfrutan provocando y humillando, sometiendo a quien ven presa fácil sin miramientos ni escrúpulo alguno. Las fieras son más temibles en manada y los adolescentes indómitos se juntan para conjurar sus demonios internos y sembrar el pánico como la pandilla de vándalos de La Naranja Mecánica de Stanley Kubrick.

El típico macarra que entra silbando por la puerta con andares desenfadados es el candidato ideal a ser un acosador nato. La sonrisa socarrona de suficiencia que exhibe en sus labios lo delata. Envalentonado por la cuadrilla de incondicionales que le siguen como al macho dominante de una jauría de hienas, acosa sin descanso a su compañero más débil y de constitución enclenque con gafas de culo de vaso, un muchacho aplicado que siempre contesta con precisión de reloj suizo a las preguntas más difíciles que se plantean en clase. El pobre vive atemorizado y procura pasar desapercibido no alzando en exceso la voz pero siendo incapaz de conseguir que le dejen en paz. Sufre un calvario en silencio. La persecución continúa en el exterior, saliendo al patio y tras la alambrada que separa el aparcamiento del parque infantil anexo al edificio escolar.

La mayoría de las veces las vejaciones son demasiado crueles, esas que provocan vergüenza y autoculpabilidad. Los abusones sólo pretenden poner de manifiesto que el chaponcillo de su clase es un mindundii que no ha salido aún del cascarón y que está amparado por su sobreprotectora mamaíta que lo mima como a un gatito. Si no le arrojan al suelo el almuerzo que ésta le prepara con tanto esmero pues le ponen un laxante en el refresco, cierran la puerta de los baños y graban con la cámara del móvil cómo el desdichado se hace aguas mayores encima para luego colgar el video en internet y que los navegantes más morbosos se regodeen visionándolo. Ojalá todo terminase ahí, en una novatada denigrante y vil como ésa, en demoledoras torturas psicológicas ("ten listo mi trabajo de historia antes de mañana porque como el capullo del profe me ponga menos de un 8 te vas a enterar de lo que vale un peine"). Lo peor no es verse ridiculizado por un compañero sino observar cómo el pasatiempo de éste pasa desapercibido a ojos del mundo que le rodea mientras el suyo se desmorona. El pobre muchacho comenzará a despertarse sobresaltado cada madrugada con el rostro perlado de sudor tras tener una pesadilla en la cual su maltratador urde un plan maquiavélico para culparle de haber robado las preguntas del examen de matemáticas tras ser pillado in fraganti. En casos extremos se desencadena un trágico final cuando la víctima no encuentra más salida que el suicidio.

Los otros desventurados en pasarlas canutas son los educadores, objetivo de los improperios y salidas de madre de los energúmenos que tienen por pupilos. A los que se les ocurre recriminar la actitud de sus alumnos les espera un aluvión de incivismo. Los papaítos de tales criaturas les consienten todos los caprichos que se les antojan y les dejan hacer lo que les viene en gana. ¡Qué gran educación la de ser tan permisivos con unos mocosos especialistas en marear la perdiz y manipular las emociones con astucia y sutileza! Son tan contestatarios que no se cortan un pelo despatarrándose en sus asientos con total desconsideración. Acordarse de la madre de los profesionales de la enseñanza, propinarles empujones contra la pared cuando se cruzan con ellos por los pasillos así como rayar la pintura de la chapa de sus coches con una llave está a la orden del día. Lo de intentar imponerles un castigo o tratar de infundirles algo de disciplina resulta misión imposible. Semejante ultraje cae como una losa sobre la dignidad de alguien que dedica su vida a inculcarles a los demás valores basados en el respeto, la tolerancia y la resolución pacífica de conflictos. Con semejante panorama se le quitan las ganas de enseñar al más pintado. No es de extrañar entonces que entre el colectivo docente la tasa de bajas laborales por episodios de estrés, ansiedad y depresión se haya disparado en los últimos años.

Da miedo ponerse a reflexionar sobre el futuro que espera a la generación que hoy disfruta de una mediana edad floreciente porque cuando alcancen la senectud sus hijos pueden ser capaces hasta de desahuciarlos de su propia casa y dejarlos tirados en la calle abandonados a su suerte. El libertinaje imperante entre los adolescentes hace más vigente que nunca el refrán que reza "cría cuervos y te comerán los ojos". Que Dios los coja confesados.

Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora