32. La epidemia silenciosa

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Si se admite que el suicidio es un crimen, sólo la cobardía puede impulsarnos a él. Si no es un crimen, tanto la prudencia como el valor nos obligan a desembarazarnos de la existencia cuando ésta se convierte en una carga.

David Hume

Era primavera, un día como cualquier otro donde lo único que te llama la atención cuando sales a desayunar es el delicado aroma de las flores en los jardines y lo mucho que odias el tráfico por el centro de la ciudad. Nada nuevo bajo el sol: el mundo sigue girando como un tornillo sin fin y la monotonía burocrática llena de rutinas tus horas delante del ordenador. Miras el reloj y ves que tu jornada matinal está a punto de terminar. Puedes dejar para la tarde los balances y el control de resultados, ya los confeccionarás después. Es momento de un receso, la pausa para comer. Podrías quedarte en la salita donde algunos de tus compañeros que opositan a la anhelada distinción de "empleado eficiente del mes" apenas tardan en devorar un bocata y un refresco para enseguida fichar en la máquina de control de presencia e incorporarse al turno de tarde. Pero decides que lo de tomar un tentempié no es suficiente. Necesitas coger fuerzas para lo que está por venir. Tampoco es que necesites ir a un gran restaurante para saciar el apetito, pero al menos sí comer algo no recalentado en un microondas.

Sales justo enfrente de donde habitualmente te dejan el bus o el metro y caminas hacia una calle lateral donde hay un puesto de periódicos y un colegio. A esa hora el quiosquero ya está retirando la mercancía y los niños saliendo en tropel por la puerta del centro escolar. Reparas en una niña y la que debe ser su madre que se ponen justo delante tuya y en que ésta le habla a su hija: "Cariño, vamos por aquí", indica con el gesto, alejándose hacia la circunvalación, "que por el otro lado hay una chica muerta y no quiero que la veas". ¿Pero, qué demonios?, piensas. Aunque no das crédito a lo que acabas de oír empiezas a mirar a tu alrededor. Aparentemente no sucede nada fuera de lo normal, aunque ya empiezas a sentirte inquieto. ¿De qué otro lado hablaba esa mujer? Ya la has perdido de vista, pero jurarías que se refería a una calle transversal a ésa en la que te encuentras. Con aprensión cambias tu dirección hacia ella. Confirmas que algo pasa porque a lo lejos hay una multitud congregada. Conforme te acercas ves una ambulancia y varios coches de policía. Los agentes de la autoridad han acordonado un reducido perímetro de varios metros cuadrados. Le preguntas a una señora lo que ocurre. Te contesta que al parecer una chica (de la que ya no queda ni rastro) se acaba de tirar de la azotea del edificio próximo. Otro testigo asegura que fue porque la había dejado el novio. Un tercero, más enterado aún, apostilla que era hija de un conocido abogado. No puedes articular palabra de la congoja que notas en el pecho. Y menos mal que no estabas presente cuando el cuerpo todavía yacía inerte en el suelo ni cuando caía al vacío. Hubieses experimentado un shock traumático. Un psicólogo podría ayudarte, pero nadie eliminaría de tu retina ese recuerdo en lo que te quedase de vida. Te alejas enseguida del escenario de aquel lugar, aunque la mayoría de curiosos todavía se resisten a hacerlo. Reparas en que te dirigías a comer antes de vivir aquella pesadilla. Ya no tienes apetito, los nervios se te han destemplado. Entras en el primer bar que ofrece un menú decente. Si alguien te preguntase qué te sirvieron en el plato no podrías recordarlo.

Más tarde a lo largo de esa jornada entras en la página web del periódico local para indagar acerca del suceso. La sección de última hora de la edición digital menciona brevemente lo acontecido en una columna que apenas ocupa un rincón de tu pantalla. No te parece suficiente, pero siendo indulgente concedes que a la redacción no le ha dado tiempo a recabar datos. Confías en que al día siguiente la noticia se amplíe porque a tu entender lo merece. Pero no es así. Prácticamente es lo mismo. Y pasada otra jornada ya ni siquiera se hace referencia a ella como si no hubiese existido. Comienzas a hacer pesquisas por tu cuenta no en relación a ese hecho concreto sino al suicidio en general. Constatas que lo que acababas de vivir no es algo insólito ni mucho menos sino algo bastante frecuente. De hecho, las estadísticas apuntan a que ocurre nada menos que una media de ¡10 veces al día! No puede ser cierto. Debe haber algún error. Pero no, los números no mienten. Quitarse la vida constituye la primera causa de muerte no natural entre los jóvenes por encima de cualquier otra, incluidos los accidentes de tráfico. Te preguntas qué es lo que falla en la sociedad para que tantas personas en la flor de su existencia escojan voluntariamente acabar con todo de forma tan espantosa. Eres consciente de que en los países nórdicos los ciudadanos se deprimen fácilmente. La falta de luz solar influye en el estado anímico porque el organismo no segrega suficientes endorfinas. Pero tú resides en un país ubicado en una latitud más al sur. De modo que hay que buscar otro motivo. Y no es nada sencillo determinarlo. Quizá la inherente insatisfacción de las personas esté detrás de tan negra tendencia. Puede ser que tú te consideres espartano, que te conformes con poca cosa y no tengas demasiadas ambiciones. Pero hay gente que se frustra si no consigue lo que quiere o no alcanza las expectativas que los demás ponen sobre ellos. O viven obsesionados con triunfar bajo los estereotipos del éxito social. O son víctimas de acoso que lo viven en silencio y que la única salida que ven es decir adiós para liberarse de un sufrimiento insoportable. Quizá padezcan demasiado dolor debido a una enfermedad incurable y decidan acabar con él de cuajo... Quién sabe qué recónditos parajes atraviesa la psique de aquél que en apariencia se comporta normalmente y del que nadie esperaría tener que llorar su pérdida. Salvo que dejen una nota explicándolo es un secreto que se llevarán a la tumba. Sigues investigando los móviles que llevan a tantos seres desesperados a poner punto y final al vía crucis en el que están inmersos y concluyes que no eres capaz. Sólo pides que Dios te guarde y sea clemente para que no se te nuble nunca el juicio.

Intentas imaginarte aunque sólo sea por unos instantes ser un familiar de una de esas personas. Sentir el dolor y, lo que es peor, la incapacidad para comprender cómo han llegado hasta allí. Necesitan algo más que consuelo. Un por qué, una razón, una explicación que nadie puede darles. Se sienten vacías y desnortadas. Les han arrebatado la felicidad. Ojalá, deseas con genuina sinceridad, la justicia divina sea más misericordiosa que el mundo de fieras en el que nos ha tocado sobrevivir.

Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora