El hombre, desde que nace hasta que muere, es una máquina de romper juguetes.
Amado Nervo
Los que lo conocían de cerca y seguían sus pasos con sincera devoción le llamaban el señor de los milagros. Para el resto de los mortales era sencillamente Vicente Ferrer, un hombrecillo de constitución frágil, con el rostro surcado de arrugas, las manos huesudas y una mirada donde la llama de la esperanza brillaba con fulgor. Su labor humanitaria en la India fue premiada con prestigiosos reconocimientos, entre ellos el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, el galardón Español Universal y una nominación para el Nóbel de la Paz.
Tras abandonar la congregación jesuita en la que ingresara durante su juventud, Vicente Ferrer sintió en su generoso corazón la llamada de la solidaridad. Su innata predisposición a prestar ayuda a quien carecía de lo imprescindible le hizo volcar sus esfuerzos en el prójimo. Afloró en él una pasión que, durante cincuenta años, dejó constancia de su nobleza e inigualable dedicación a los más necesitados con la creación de la fundación que lleva su nombre. La abnegación de esta persona sin parangón, su férrea voluntad de trabajar por amor a los más pobres y sus convicciones inquebrantables (sostenía que romper con el status quo y poner remedio a los acuciantes problemas sociales y a las desigualdades de clases sólo es cuestión de proponérselo) soslayaban todos los obstáculos en su camino. Aumentó en quince años las expectativas de supervivencia de varios millones de ciudadanos hindúes que sobrevivían miserablemente en la más deplorable precariedad. Gracias a las escuelas construidas por su organización se educó a miles de niños. Sus voluntarios y colaboradores proporcionaron atenciones sanitarias en varios hospitales. Se plantaron árboles para regenerar la fertilidad del suelo previamente erosionado y se construyeron pozos de agua potable para dar de beber a la población. La obra de Vicente Ferrer es un ejemplo a seguir, el paradigma de la bondad desinteresada y un testimonio veraz de que el género humano todavía brinda seres excepcionales que se desmarcan de la mediocridad imperante, que luchan por ideales en los que no subyace el dinero como mero fin, alejándose así del capitalismo y siguiendo la senda trazada por un alma pura como el agua de un arroyo de montaña. Al hablar de la India, a Vicente Ferrer se le centraba la mirada. La serenidad que se podía ver en ella recordaba al crepúsculo que precede a una noche apacible. El que conozca Calcuta (retratada por el escritor Dominique Lapierre en su novela La ciudad de la alegría) sabrá que los millones de personas que la habitan están condenadas a soportar penurias y calamidades. Entenderá entonces por qué la pobreza es el mayor pecado del mundo, ése del que por mucho que uno intente redimirse no consigue el perdón, puesto que la indigencia está mal vista allá donde se vaya. A esa intolerancia se enfrentaban el tesón y el valor atesorado por un hombre sin igual. La generosidad de Vicente Ferrer era una muestra inequívoca de que su vocación de misionero constituía su razón de existir, el leit motiv por el que entregaba a los demás lo mejor de sí. Los desheredados de la tierra hallaban en su brazo protector un remanso de paz, un oasis en el que aplacar su hambre y su sed, un ungüento que aliviaba sus heridas. Porque los indigentes que carecen de hogar son como juguetes rotos, trastos viejos relegados al desprecio y al olvido. Sin embargo, si se cambian las piezas defectuosas de su engranaje por otras nuevas pueden volver a funcionar. Él era un artesano de las emociones de los más desvalidos, capaz de reparar los desperfectos causados en ellos y darles otra oportunidad, ansias renovadas para querer seguir viviendo con dignidad en un mundo sin piedad.
El día que Vicente Ferrer dejó este valle de lágrimas en el que vivimos fue una jornada luctuosa pero con gratas reminiscencias. Nos dejó un hombre irrepetible, el guía espiritual que siempre estuvo al lado de los débiles cuando éstos lo necesitaron. Lo recordaremos como el amigo más noble y el padre que añoraron aquellos que nunca tuvieron uno. Su legado permanecerá. Perdurarán sus logros y victorias, arrancados de las garras de la injusticia, que velarán por quienes lo necesitan: aquellos que cada noche antes de acostarse rezan una oración por el hombre que no lloró por un mundo que lucha sino que luchó por un mundo que llora.
ESTÁS LEYENDO
Promesas incumplidas de juguetes rotos
No FicciónAtrévete a parar durante un rato tu frenético ritmo de vida. Aquí hallarás reflexiones profundas sobre temas que nos preocupan a todos contadas desde un punto de vista crítico y personal.