DIA 44

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Dora pasó a buscarme para desayunar hoy. Ingresa a trabajar al me- diodía. Es empleada en una tienda de marca de lujo, aquella que me invitó al "appointement" en Londres. Mejor no recordar aquel día. En realidad, la conocí en una de las tiendas de esa marca. Yo comprando, ella vendiendo. Es muy divertida, tal vez tanto centroamérica en sus dichos la hace más desopilante. No puedo evitar reír cuando dice "chinga tu madre". Si bien no comprendo cuál es el significado exacto de la expresión, no puedo evi- tar las carcajadas cada vez que suelta esas palabras. Reír. Algo que necesito tanto. La haría repetir esa expresión cada media hora si por mi fuera. Pero después de tanto, dejaría de ser graciosa. Y ya casi no habría motivos para risas. Insiste con que mejor no investigue. No tiene sentido gastar dinero en eso. Dinero en la verdad: quiero saber, y saber desde acá es más sencillo que desde Buenos Aires. Además, dicen que pueden investigar en todo el mundo y que son más fiables en este país.
Quizás logre averiguar cuántas veces va y viene, y si quizás viaja con una mujer, con esa mujer sin rostro, con esa mujer que no sé si vive cerca de mí o lejos, cuyo color de pelo y condición no conozco. Me gustaría saber la verdad, pero conservo la ilusión de que me digan "señora, no hay nada, nada de nada, estos días estuvo aquí en Miami, estos otros en Bue- nos Aires, siempre solo". En realidad, por supuesto, tengo que investigar también en Buenos Aires, qué hace, a dónde viaja, con quién se ve... A veces no sé ni por qué lo hago, tal vez sólo quiero que el viaje tenga un sentido práctico, aunque el mayor sentido práctico lo tuvo ayer. Un sentido que se presentó al azar, sin estar en mis planes. Tal vez es el único motivo que hace que me sienta menos culpable de dejar a mis hijas con su abuela y a mi madre con sus nietas. Las tres deben de estar a disgusto. Sé que a mi madre, Valentina no le mostrará nada del amor que le tiene. Por el con- trario, mi madre debe querer sólo hablar con el perro y rezará por volver a su casa, aun cuando mi padre no tenga el mejor carácter y cuando llegue a su casa piense que las jornadas en mi casa, de algún modo, fueron unas vacaciones, después de más de cuarenta años soportando la vida en la suya.
La idea no es gastar tanto dinero, pero el dinero que tengo y pretendo erogar puede alcanzar para una investigación básica. Me encontré en un
bar con un señor enorme: sus manos tenían el tamaño de mis pies. De sólo verlo, su figura resultaba intimidatoria. Tal vez es una línea que no debería cruzar, tal vez ya la verdad no me pertenece, tal vez pudiera lograr sentarme con él una vez más, quizás por una vez su versión subterránea salga a la luz y pueda lograr obtener la verdad de todo. Y no sé por qué sé que eso no es posible. Si hoy hay una palabra que está ligada a él, es "men- tira". Pero es una mentira tan sostenida, tan consistente, con tanta fuerza, tan autónoma y tan integrada con otras mentiras, que me hace dudar. Y la duda es peor que la mentira. Porque una mentira torpe, inconsistente, bur- da no es más que la contracara de la verdad. Sería mentira y punto. Pero es mentira o verdad... ¿Cada frase que sale de su boca es mentira? Imposible, son demasiadas para ser todas mentiras. Entonces, ¿son todas verdades? ¿Es verdad que no existe ninguna mujer, es verdad que solamente quiere estar solo para que Dios decida su destino, nuestro destino, es verdad que soy una hija de puta, es verdad que en esta vida no merezco nada, que todo es menos mío?
No, así no puedo; o es verdad o es mentira. Es lo único que pretendo. Dudar, algo que hice toda la vida, dudar sobre la esencia, la palabra y los actos del hombre de toda mi vida, me va a dejar exhausta.
A causa de ese dudar no duermo, por ese dudar no puedo ni comer, por ese dudar me abrazo cada tanto a las copas de vino más de la cuenta. Dudar es lo que quiero dejar de hacer por primera vez.
Y cerré el trato con ese señor misterioso, de pelo blanco, voz ronca y postura ruda. Me iba a pasar un detalle de su ingreso a Miami en los tres meses anteriores e iba a esperarlo en el edificio si yo tenía una fecha con- creta en que supiera que lo ocuparía, y eso costaba poco dinero. Así logré dejar a salvo mi conciencia por gastar dinero en potenciales verdades, cuya posibilidad de descubrimiento aparecen tan precarias, y salvé mi necesidad de perseguir la verdad y darle un sentido al viaje.
Misión cumplida. Un poco de shopping sola, un café sentada con la vista perdida en los grupos de familias argentinas, recorriendo cada lugar, cada risa, cada anécdota que de nuestra familia que ocurrió por allí. En el aire respiraba la presencia de los tres. Tal vez hasta en esa misma mesa estuvimos los cuatro, mostrándonos felices las compras que cada uno había hecho, eligiendo entre todos un programa para la cena.
No estoy pensando en el último viaje. Ése no, ése fue horrible. Él estaba insoportable, y mis esfuerzos de sobreadaptación fueron vanos. El aire acondicionado le molestaba, gritaba todo el día, desaparecía sin aviso, perseguido por problemas financieros. Recuerdo cómo lloré en el taxi cuando necesité preservarme y, frente a sus gritos delante de amigos, me levanté y me fui sola a casa. Recuerdo el sentimiento de angustia, producto no tanto de su descontento sino más bien de mis constantes fracasos para tratar de satisfacerlo. Mi cuerpo entero estaba enfermo, tomado por un severo virus de frustración.
En esa oportunidad, se había negado a sentarse afuera, y yo había elegido allí la mesa; en realidad, todos la elegimos, porque el aire acon- dicionado de adentro era excesivamente frío. Casi atardecía, en un lindo lugar, la tarde estaba calurosa, pero el sol ya se escondía. La discusión subió de tono y, para no exponerme más, vi un taxi y lo corrí hasta alcanzarlo. Desaparecí. Antes, siempre coincidíamos en elegir las mesas afuera. Esta vez, ni siquiera pudimos tener acuerdo en algo tan trivial.
Dora estaba también allí, acabo de recordarlo. Y él, que sólo deseaba el aire acondicionado, enfermó súbitamente, tanto que canceló su pasaje y me dejó regresar sola con nuestras hijas a Buenos Aires. Yo no lo vi tan mal. Hasta el día siguiente, estaba en perfecto estado de salud. Me sentí humillada cuando llegué con el hogar a cuestas y lo llamé preocupada por su salud, y de fondo pude oír música y ruido a motor. Efectivamente, estaba en el auto, y era increíble, pero se sentía mucho mejor. En tan sólo horas, era como si nunca hubiera estado enfermo. Pensándolo bien, no lo vi enfermo al irme, y hasta diría que su tos era impostada, tapaba su boca con la sábana para hacerla más real. Libertad. Seguro necesitaba libertad. Pero yo la pasé mal. Podría haberlo dicho. Podría haber dicho la verdad. Ese viaje prefiero olvidarlo, me quedo con los otros, con las risas, las com- pras, los proyectos, hablando a veces de cuántos nietos le gustaría tener, de venir acá todos juntos, ¿cuántos seríamos en el viaje? ¿Y si vinieran mis pa- dres, que son también sus padres de elección, cuántos seríamos? ¿Cuántas generaciones habríamos logrado estar juntas? Cuántas risas se mezclarían, cuántas veces hablaríamos todos juntos, cuántas veces interpretaríamos cualquier cosa por hablar de tantos temas a la vez. Llevaríamos el mate a la playa (ahora también se lo ve en Miami), jugaríamos a las cartas por unos pesos, eso que tanto nos divierte, Valentina haría trampa como tanto le gusta... ¿Cómo serían nuestros nietos, la cara de quién tendrían, serían varones o nenas? Cuántos interrogantes sobre proyectos y sueños que, al menos hoy, la vida dicta que jamás serán. Al menos por hoy. Quién sabe. Dios dirá. Eso dijo él.

LA DESVENTURA DE AMARDonde viven las historias. Descúbrelo ahora