Hoy resultaste útil para tener presente hace cuánto se fue de casa.
Hace ocho días que se vistió por última vez en mi presencia, que se bañó, se perfumó, y dejó la habitación impregnada de su olor. El olor de las personas es eso que las hace más únicas que los rostros. El olor a limpio es distinto en todos, el olor a sucio es distinto en todos. Todos sudamos diferente, todos asimilamos un perfume de manera distinta, todos dejamos en la ropa impregnado un olor tan a nosotros, que sólo quien se hizo carne de nuestra vida puede distinguirlo.
Hace ocho días que no permito que se cambien las sábanas. La empleada lo intentó hacer ayer, cuando vino Valeria. Pero no, no entiende, si las lavo, él se seguirá yendo, su almohada perderá el olor que me acompañó estos ocho días. Y los más de veinte años anteriores. Su olor esta acá. Su perfume está acá. Yo sola lo podría distinguir entre miles de olores, y eso es pertenencia. Mientras su olor persista, y yo lo distinga, él estará acá. Si- gue siendo importante y presente, porque alguien tiene capturado su olor.
Como todo aquello que sucede de a poco, se nota de repente. Hoy ad- vertí, al arrimarla a mi cara, que su almohada va desdibujando su presencia y se deshace de su aroma de a poco. La maldita almohada, sin aviso de re- gistro, se fue desprendiendo de él, y hoy creo que está a punto de irse. Y no quiero, no estoy preparada. No puedo. Tal vez no me atrevería a contarlo si no tuviera la garantía de que jamás trasuntará estas hojas. Temo no tener el valor para deshacerme de mi vida, pero temo aun más perder la cordura, si es que ya no la perdí. Fui a la cocina, abrí el cajón y encontré la solución a mi problema. Tomé el film con el que guardo la comida sobrante que va a la heladera como paso previo al tacho de basura y envolví la almohada con determinación. Le di vueltas, vueltas y vueltas. Ahogué la almohada. La dejé muy pequeña, con forma de bolsa de viajero, vaya ironía. La puse entre su ropa y luego cerré rápido las puertas de su placar para evitar que el olor se escurriera también de allí. Me senté en la cama, feliz con mi acción, y salté al instante. Acababa de cometer una torpeza. La advertí a tiempo. La almohada no podía estar entre sus pertenencias. Él, que usa la casa de vestuario, vería su almohada asfixiada, entre su ropa y, lejos de darle piedad, ternura o pena, hubiera reído y se habría burlado mi acción, y les hubiera contado a las chicas mi arrebato por conservar su escasa presencia en medio de tanta ausencia, para el día en que sus pertenencias ya no estén.
La guardé adentro de mi valija de viaje, y cuando la abrí encontré varios ceniceros, platos, destapadores, todas cosas que había traído tam- bién para obsequiarle, dado que a él le encanta tener registro de los viajes, aunque sean de otros. No creo que valga la pena dárselos bajo las actuales circunstancias. Quedaron allí, junto a su almohada.
Al poco tiempo de buscarle a la almohada un lugar seguro, él apareció en casa. Tiene todavía la clave de la puerta de entrada. No necesita permiso para ingresar. Pero yo no sé dónde vive. Sólo sé que está en la torre que se presenta imponente frente a la ventana de mi tercer piso. Desde el día en que partió, las cortinas de mi casa están siempre bajas. Me resulta absurdo lograr llegar a la cocina, encender la cafetera con desgano y toparme con el lugar donde habita parte de mi familia y podría arriesgarme a decir parte de mí.
No puedo ver ese edificio horrible sin balcones y pensar que parte de mí está allí, transparente, insonora, muerta, etérea. Tal vez allí hay más Tamara que acá. Prefiero no ver. Aunque me pierda el poco contacto que pudiera sostener con el mundo si levantara las cortinas.
Vería el sol, que no me ilumina, la gente que no me conoce, los árboles que no registran las estaciones de mi alma, las nubes que ya tengo de sobra. No contemplaría nada que pudiera ayudar, sólo vería mi gran ausencia, sólo trataría de indagar en qué ventana gris y mustia de ese edificio, sím- bolo de desazón, se aloja mi fantasma.
La cafetera aún no calentaba, y yo esperaba ansiosa poder prepararme el café, enfundada en mi pijama con la cabeza perdida en el piso, obser- vando la flacura de mis pies y el desaliñe de mis uñas, cuando lo vi irse con varias cajas. Se llevó sus relojes. Nunca había reparado en la cantidad que tiene, mucho menos en su valor obsceno.
Me doy cuenta de que gastaba en él mismo, mucho más que yo en mí. Sin embargo, en el último tiempo, yo me había impuesto adquirir también para mí bienes de lujo.
Y también se llevó el perro. Dice que él está muy solo, que yo me quedé con todo. Y que él esta triste ahí, en ese departamento extraño. Y que está muy mal y muy solo. "Pobre", pienso. Y le pregunto cómo está, si necesita algo. Si quiere que le mande comida. Y me dice que sí. Él no pregunta por mí. Yo no siento que me haya quedado con todo; es más, juraría que se llevó todo el mismo día en que se fue. Se llevó las esperanzas, los proyectos, cambió el curso de la historia de manera irreversible. Y se llevó lo único que no quería que se llevara. A mí.
Tal vez hace tiempo que me corrió de mí, o me mató o me adormeció. Ni siquiera sé en qué estadio me encuentro. Tal vez no me llevó aquel día sino que hacía tiempo que yo ya no estaba.
Dice que va a ir al cumpleaños de quince al que estamos todos invi- tados. Dice que hay que ir. No podemos faltar. Me incluye, me arrebata la posibilidad de toda decisión. Como Valentina. Ambos dictaminaron que debemos ir. Sol no está invitada. Eso es mejor. No creo que le gustara ir, y también ella, tan parecida a mí a veces, quedaría con la decisión impuesta.
Faltan varios días, tal vez luego todo estará mejor.
Despido al perro. Es raro, pero no festejó cuando él llegó, no quiere apartarse de mí, es como si ocho días hubieran sido ocho años.
Si no estuviera tan fuera de mis cabales, ni mi perro fuera un perro, afirmaría de modo contundente que le tomó bronca a él, que está enojado con lo que me hace, que quiere explicarle lo que sufro por lo que él hizo, y ahora él viene, sin más, a arrancarlo de mí, a quitarle su tarea de salvador, su papel de compañero sin condiciones.
No creo que esté tan errada. Creo que no le gusta.
No quiere caminar, pero él lo arrastra.
Me mira triste, lo miro triste.
Cierro la puerta, y caigo, vencida, sentada a sus pies. Quedo allí, agazapada. Noto que el piso tiene tierra. No es lo mismo la casa sin mí.
Y lo extraño. Extraño al perro.
Siempre se puede estar peor. Y hoy lo estoy.
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LA DESVENTURA DE AMAR
Ficção GeralTamara relata en su diario intimo la historia de su vida, en un viaje a su yo interior, a medida que avanza una historia que tomará cursos inesperados, frente a lo cual se despertará el temor a su muerte, el nuevo descubrir de sus fortalezas, y l...