DEL DIA 46 al 48

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El problema de hablar con él con algún viso de normalidad es que me sumerge, de lleno y hasta el fondo, en el pasado. En el pasado inmediato y también en el pasado mediato. Recordé nuestros inicios. Recordé cómo lo esperaba colgada de la ventana de la casa de mis padres –mi hogar en aquel entonces−, con el cuello torcido y tensado, para mejorar el ángulo de visión hacia la calle por la que él venía, cada vez que me visitaba. A veces llegaba a las tres de la tarde, otras a las seis. Unos minutos antes de su llegada, me asomaba a la ventana y no podía alejarme de ella hasta que lo veía aparecer. Cuando se acercaba por la esquina, tenía media cuadra más para ser su espectadora secreta. Observaba el desvío de sus pies y su andar, a la distancia un poco altanero. Preciso, seguro. No tenía ninguna gran cualidad para serlo, simplemente lo era. No era alto, no tenía buen cuerpo, algunos rasgos de su cara eran lindos, pero se los llevaba su constante gesto adusto. Qué me gustaba de él fue la pregunta del día. Allí, casi niña, colgada en una ventana, quizás más bella, quizás más inteligente, quizás más buena. Y no es que el amor se trate de iguales, no. Pero en realidad nunca fue muy amoroso. Más bien lo nuestro fue siempre tormenta y luego árboles tirados en la calle. Así, nos construimos sobre arena movediza, entre los constantes escombros provenientes de la tormenta anterior. Porque lo esperaba allí, porque no verlo llegar a la hora exacta me hacía sentir en pánico. ¿Por qué, si él no me amaba lo suficiente, podía generar eso en mí? Difícil de explicar. Tal vez por el mismo motivo por el que ayer sentí ilusión en el corazón cuando me escribió amigable, como si algo fuera posible.
Marcela dice que nunca hubo amor, que me sedujo y me atrapó, que tal vez tendría características narcisistas que hacen que pueda someter a personas con mis condiciones. Eso lo sentencia de manera bastante recurrente.
Con mis condiciones. Nunca termino de entender cuáles son. Siempre me creí normal. Pensaba que lo que me pasaba era que tenía al lado a un hombre con mal genio que me amaba.
Hace un tiempo, poco menos de tres meses, me desperté con los gritos desesperados de la vecina, gritos de auxilio ante golpes de su pareja, me desesperé al escuchar el sonido seco de lo que yo imaginaba era la cabeza
de la chica, una y otra vez. La tendría inmóvil en el piso. El hombre quizás estaría arriba, y ella haría fuerza por salir, y él le sostendría el cabello, y con furia, una y otra vez, golpearía su cabeza sin cesar. Llamé a la guardia, lla- mé a la policía, pero no me di a conocer. No me acerqué a tocar la puerta, no por miedo, sino por preservarla. Sí, por preservarla. Sé que aún hoy la vergüenza de salir de ese círculo vicioso, la relatividad que uno quiere darle al otro día al tema, la negación, el perdón, la culpa de haber dicho algo que lo enfureció iban a aflorar en ella. No quería que viera mi rostro como el que le muestra día a día que no hay perdón, que no tiene la culpa y que está con un desgraciado manipulador, "por las características de ella". Que tampoco sé cuáles son. Ambos desaparecieron por un tiempo, y hace poco, antes de viajar aquí, los vi abrazados, como si aquel día no hubiera existido.
La mujer me miró, y creo que sabe. Y sé que le duele el corazón, sé que no es feliz, sé que no olvidará, por más que su secreto esté guardado bajo siete llaves. Recuerdo los golpes, de muy chica, luego aprendí a defenderme de los golpes físicos. Pienso que cambió, que está bueno ir de viaje a Roma. También podría ser Barcelona. Sin embargo, recordar me hizo sentir el daño de heridas que crecieron hacia adentro. Pude sentir el desamparo, la miseria y la angustia de aquellos días. Pude entender una vez más que ese es el motivo de mi gran soledad y mi introspección. Tal vez ya no tenga remedio. Es cierto que, al irse él, me llevó a mí. Me arrastró de los pelos desde aquel ventanal en altura en el que yo lo anhelaba, y me hizo volar por el aire y dejó tiradas mis partes. Viéndolo así, de repente tal vez no sea buena idea. Tal vez tenga razón Marcela. Nunca jamás debo regresar con él, aunque siga toda mi vida sometida desde lejos al andar zigzagueante del titiritero.

día 47
Hoy fue mi último día completo en Miami. Me desperté temprano. En el momento final de cualquier ciclo que sabemos que se va a terminar, siempre deseamos hacer todo aquello que no hicimos en el resto del ciclo. Cuando terminamos el colegio, apreciamos nuestro paso por ese lugar; cuando terminamos nuestra soltería, abrazamos nuestra libertad más que nunca. Recuerdo que, el día que terminé el colegio secundario, salíamos formando fila, nada de festejos explosivos, y yo, con la gracia y la chispa natural que aún conservaba intacta, me iba pasando al lugar de atrás, frente a la risa de las profesoras. "Muñiz, usted venía siempre desganada, quería terminar para recibirse de abogada y casarse... Bueno, ahora váyase". Pero yo no quería, el último día quería que durara para siempre. Como hoy, quiero que se extienda más que el resto, pero ya hace rato que terminó. Son las tres de la mañana, y mañana es decir hoy. A las nueve, debo estar en el aeropuerto. Sé que fueron suficientes días. Extraño al perro y a las chicas; aunque no estén, extraño extrañar que nunca estén.

LA DESVENTURA DE AMARDonde viven las historias. Descúbrelo ahora