DIA 55

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Mi mente se transformó en un jardín de laberintos, donde a veces, guiada por la intuición que se despierta de a ratos, puedo llegar a acercarme a una salida, que en mi casa es una respuesta. Deambula entre los arbustos, a la búsqueda de la salida correcta, algo de lo que aún me siento muy alejada, pero cada tanto logro avanzar un pequeño tramo, aunque −como en los laberintos− no sé si al encontrar una respuesta parcial me acerco o me alejo de la respuesta final.

Hoy sentí claridad en mi pensamiento y encontré una respuesta a sus constantes olvidos cuando yo le pedía que trajera vinos de sus viajes a Mendoza. Creo que la última vez que fue a Mendoza fue con sus padres. Sus viajes no eran ni a Mendoza ni a Catamarca ni a Salta. Todos esos viajes tienen fechas coincidentes con las de sus viajes a Miami.

Vino Marcela a mi sesión a domicilio. Casi forzada. Ya había evitado que viniera el día de la "borrachera". Mi mamá habló con ella ese día, pero no me molesté ni tuve curiosidad por conocer en qué términos habían conversado.

Marcela piensa que yo saldré adelante. Está convencida. Hoy sólo lo puedo atribuir a una sobreestimación de mi persona, o quizás de la de ella como terapeuta.

Marcela considera que, con todas mis falencias, yo soy una paciente que trabaja, que ve sus errores, que hurga y revisa para modificar las cosas en pos de ella, y que eso traerá frutos. Yo no me veo trabajar. Pero, tal vez, lo estoy haciendo. Hoy hablamos mucho.

Hay días donde habla el silencio, y otros donde hablan las palabras. Esos días, entrelazados, esbozan la verdad o lo intentan.

"¿Por qué no aprovechar la licencia que me estaba dando la vida por primera vez desde que nací?"

"¿Qué licencia?", pregunté.

"La de hacer lo que te plazca, cualquier cosa, que te libere de las cadenas del humor de él, del miedo a sus actos, del miedo a si las chicas se llevaban materias, de no poder engordar, de fingir ser otra frente a él, de que note la marca que se hizo en la pared, o la minúscula mancha que le hizo al sillón tu hija al apoyar de su pie."

No me había dado cuenta, pero tal vez la estaba aprovechando de manera involuntaria, sin saborearla, sin poder saberme bendecida por ella.

Le conté que días atrás, por primera vez en mi vida, comí en el auto. Antes estaba vedado. Los nervios por las migas de las nenas en el auto son algo que no me abandonó en mucho tiempo.

Es cierto, estoy liberada de aquel temor, aun cuando no puedo hacer lo que me plazca porque no tengo ida de qué es.

Pero recuerdo aquella angustia. Recuerdo que las nenas se sentaban atrás con sus dos colitas, sus vestidos impecables, y a veces les hacía sacar sus zapatos para que ningún movimiento involuntario hiciera que tocaran el asiento del adelante. Las galletitas se las escondía en una bolsa con cierre hermético. Comían con la cabeza casi dentro de ellas. Ellas querían a veces esas que tienen hojaldre y azúcar. Ésas no, ésas están prohibidas. Las migas de ésas son inevitables. Las convencía de algunas otras más secas, y con migas más fáciles de disimular...Mejor, de chocolate. Con el tapizado negro, se notan menos.

El espejo retrovisor, en esos casos, sólo era utilizado para no perder el control de la situación, de la "ceremonia del delito de comer galletitas en el auto". Sentía que debía tener control mental sobre la masita que tenían las nenas en sus manos. No te rompas, no estés demasiado blanda, no te caigas, si te caés que no se note. ¡Cuánto estrés una Manón! Un simple objeto de alegría y distensión para los chicos, compañero de la hora de la merienda, a mí me representaba la peor de las pesadillas.

"Bueno −continuó Marcela−, por eso. Hoy tenés todos los derechos, acabás decirme que comiste una hamburguesa en el auto y recordaste que era un derecho perdido. Hoy tenés todos los derechos, menos uno."

¿Cuál? –pregunté.

"Regresar una vez más con él."

De nuevo, el pensamiento extremista de Marcela.

"Son crisis, son duelos, pero no puedo asegurar eso."

"No me lo debés prometer a mí, es una deuda con vos."

"Por qué todos se empeñan en que tire por la borda todo? Incluso vos, Marcela, que deberías estar de mi lado."

"Porque te dejó sin identidad. Porque ni siquiera sé si quiere tanto su felicidad como verte acabada.", sentenció Marcela.

Le pregunté por primera vez por qué lo odiaba.

"No lo odio. Estas confundida. Es una realidad objetiva. Yo te digo cómo es él, cuál es su mapa psicológico, sus estrategias y sus caminos mentales, y vos me decís que lo odio porque no te gusta lo que te muestro. No te gusta a vos lo que es. ¿Vos lo odias?"

"No", le dije.

"Ya sé, te da lástima."

"Sí –dije.

"Muchas veces lo dijiste. Sí. Tu lástima sólo le trae más desventura. Sabe que le tenés lástima porque sabés de sus falencias afectivas, de su incapacidad para el bien, para amar, de su gran capacidad para la mentira, para destruir todo. No va a detenerse. Su límite será su muerte. Y vos lo sabés, y de ahí tu lástima, y te querés quedar al lado de él para salvarlo."

"Sí", asentí.

"Bueno, si yo supiera que eso es posible, te diría que lo intentaras. No es posible, es un acto de soberbia. No podés salvarlo. Ni vos ni mil mujeres. Sólo él puede. Y parece que no quiere, y no sé si alguna vez podrá hacer un trabajo interno para quererlo. Porque transitó mucha oscuridad, y eso le hace cada vez más dificultoso el trabajo de vuelta. Con esto quiero llegar a un punto −siguió−. Hay que sacar la ropa de él de esta casa. Estas viviendo con el fantasma. Si él la dejó para volver cuando quiera, es para no perder terreno acá cuando está sembrando en otro lado del que no está seguro. Vos tenés que mostrar y mostrarte que estás segura de que esto se terminó. Hoy no están juntos y sus ropas tampoco deben estarlo.

Es cierto. Él está con su cuerpo, su corazón y su mente en otro lugar. Marcela tenía razón. Hoy estoy con un fantasma. Hoy ocupa un lugar físico en mi habitación alguien que ni siquiera piensa en mí.

Y lo hice, lo logré. No te voy a negar nada. Lloré. Lloré cada vez que doblé una remera, lloré con cada zapato, con cada perfume, con cada traje. Ocupé la mayoría de las valijas de esas que atesoran recuerdos de momentos felices y se están llevando parte de su sombra. Pero él no estaba. Casi lo había olvidado. Voy perdiendo registro de sus días. Llamé a su amigo Matías. Ese que se dice también mi amigo. El compañero de almuerzos de Londres. El de los mechoncitos con reflejos.

Le dije "le armé las valijas a tu amigo". "Pero está en Mendoza", dijo. "No importa, quedan en mi baulera, que venga cuando quiera. Los zapatos están en bolsas de consorcio. Son demasiados, no tengo más valijas." Y le corté sin permitirle contestarme.

Ya no era mi amigo. Nunca lo fue. Tengo amigos varones. Pero los amigos de tu marido no son tus amigos. Cesan en ese cargo el día en que tu marido te mete los cuernos. Y pasan de manera automática a ser amigos de los cuernos.

La empleada bajó las valijas y las bolsas a la baulera. Dejé las puertas de los placares de él abiertas, quería convencerme de su ausencia, ya había un motivo menos para que viniera a casa. Me quedé con la almohada. Siento que hice trampa. Pero aún no la puedo soltar ni sacar de su prisión. Me siento como una nena que simula dejar las muñecas y juega con ellas a escondidas. Es mi secreto. Nadie la espera, nadie la recuerda, ni la empleada preguntó por ella. Pensará que la tiré. Sería más coherente. Pero no, no puedo ser coherente. Estoy devastada y lo que hago es lo mejor que puedo. Estoy contenta de que ni Valen ni Sol estuvieran en ese momento. De todas maneras, las chances de que estén son siempre pocas. No quiero deshacerme de la almohada. Hoy no. Basta por hoy. Basta por un largo rato. 

LA DESVENTURA DE AMARDonde viven las historias. Descúbrelo ahora