DIA 18 EL GRAN SILENCIO

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Vivo en silencio. 

Silencio no de aquel donde no hay qué decir. 

Silencio no de aquel de paz interior, ni tampoco de remanso. 

Silencio desbordado de palabras. Silencio arremolinado de emociones. Silencio de resignación. Silencio de pena. Silencio supremo de lo irremediable, rey de aquellas palabras mudas cubiertas de sangre y dolor que han sido vencidas en la larga batalla del entendimiento.

Y en ese silencio la idea cobra fuerza. Quitarme la vida no estaría mal. Sin tragedia, sólo decir "hasta acá llegué. Hasta aquí me gustó la película. Ahora no me gusta, me levanto y me voy". 

Nunca hice eso, siempre era él quien quería levantarse cuando alguna película no lo convencía, yo me quedaba hasta el final dándoles al director y a los actores la oportunidad de convencerme.

Siempre hasta el último minuto de oportunidad. Quizás, tal como pensaba darle a él. 

Pero no sé si tengo ganas de dárselo a la película de mi vida.

Mis presentimientos son parte de mi tesoro. Y presiento que todo va a empeorar si me quedo para verlo. Siento el aire espeso, me falta el oxígeno. Recuerdo cuando tuve fiebre puerperal. Recuerdo que mi figura se iba diluyendo al son de la hemorragia, frente a la mirada atónita de médicos ineptos. Recuerdo cómo corrían con mi camilla, al grito de "se nos va, ya se nos va...". Recuerdo que lo último en lo que pensé fue en mi hija de ocho días, y lo anterior a lo último fue en la amante de mi marido, que estaba allí presente en la clínica, viendo si el destino le daba el golpe de suerte de llevarme a otro lugar, uno en el que ya no pudiera ser el estorbo corpóreo que yo significaba para sus planes.

Y tal vez en esa oportunidad quise morirme, lo recuerdo a él fingiendo, sin saber que yo todo lo sabía, con la angustia sobre mi pecho y el andar de prisa al ritmo de la camilla. Recuerdo que allí también pensé "estoy cansada". Tenía una profunda sensación de cansancio. Recuerdo que pensé "me quiero ir". Y me fui un rato y vi con un poco de placer cómo ese médico irresponsable y mediocre luchaba para que volviera. Allí estaba yo, escondida entre las luces superiores del quirófano, impidiendo que me atraparan.

Y no me atrapó. Claro que no. Sólo que yo decidí volver. En esos minutos, o segundos o instantes, los pensamientos se sucedieron a una velocidad única, desconocida hasta ese momento. Un marido de veintitantos años con una amante de diecinueve sin dinero, sin mi fuerza, sin mi fortaleza, sin mi determinación, no le iba hacer bien a mi tesoro de ocho días. Volví en mí en el momento en que apareció en mi mente la escena de horas anteriores, en las que, al temer por mi vida, le había entregado el bebé a mi madre. Mi madre es una mujer excepcional, pero no iba a criar a Sol con mi determinación y mi coraje, no iba a contribuir a la familia para crecer económicamente, habría una sola fuerza de trabajo en casa. Sin mí, la vida de todos sería peor. Y, llevada por las cachetadas del médico como una torpe herramienta de conminarme a regresar, desperté por voluntad propia.

Pero hoy no hay bebé, no hay marido arrepentido, no hay nada por qué luchar.

Sé que mi perro moriría de tristeza. Así de inmenso es su amor, así su lealtad, pero ya está grande, y sé que lo voy a encontrar en el cielo. 

Los perros deben ir a otro cielo, pero él es mi compañero, pediría una excepción para mi perro. 

Sé que estaría todos los días en la compuerta de mi cielo, sin comer, sin dormir, sin nada que hacer más que esperarme. Y estaríamos juntos, lo sé. Al fin y al cabo, cuál es la diferencia. 

Estamos juntos, solos, en la penumbra de una habitación, aislados de la vida. Muy cercanos a la muerte. No habría demasiado contraste. 

LA DESVENTURA DE AMARDonde viven las historias. Descúbrelo ahora