DIA 63

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Te escribo desde Villa Gesell. Ayer, después que conversé con Luciano, me sentí más aislada aun. Me hizo bien escucharlo. Me hará bien siempre. Pero sabe a muerte. Sabe a vida trunca, que hoy, con mi verdadera vida trunca, parece aun peor. Y le escribí a él. Quedate a dormir hoy con las chicas. No voy a estar. Y lo contestó, no lo miré sino una vez que paré en la ruta. Estaba lleno de insultos, que reparé con la función de eliminar mensaje.

Tenía que ver el mar otra vez. Últimamente necesito tenerlo cerca cada día. Cuando era chica, me quedaba sola mirando el devenir de las olas. Aun cuando en esa época, para el sexo masculino, yo era una perla inalcanzable, y podía avasallarme el mejor candidato sentándose a mi lado, yo continuaba allí en mi romance con las olas, con la mirada en la espuma de algunas, la bravura de otras, la timidez de otras más. Y soñando. No sé qué. Tal vez alguno de esos sueños quedó plasmadoen mis anteriores diarios. Tal vez nunca se los compartí.

Hoy miro hacia atrás y creo que la nostalgia nació conmigo. Tal vez no es fácil vivir al lado de alguien que mira la vida con mi lente. Puedo no garantizar muchas cosas, es cierto. Pero el amor sí estaría asegurado para quien quisiera verlo.

Entrar a la casa fue un trance difícil. Tal vez innecesario. Creo que decididamente innecesario. Cuando ingrese allí, pude ver a Sol y Valentina años atrás. Eran pequeñas, estaban contando los tickets que les habían dado las máquinas del salón de juegos. Enfrente habían hecho una tribuna llena de los peluches que él y mi papá les sacaron con empeño en la máquina del gancho maldito. Así le decíamos. Era mucho más barato pero menos mágico comprar los peluches en la juguetería. Él estaba feliz preparando los utensilios para el asado. Luego yo bañaría a las nenas y subiría al sum. Éramos varios a comer. Mamá preparaba las ensaladas. Esa rutina que parecía tan normal, tan perdible y nada espectacular, hoy, al abrir la puerta y recordarla tan vivida, comprendí que era un tesoro único, irrepetible. Una foto que no volverá. Los años dorados. Donde acumulábamos fichas a nuestro camino. Donde la familia venía dada y hoy es algo tan imposible de recrear. Y nada de ello conllevaría dinero, sino voluntad. Aun cuando Sol y Valentina crecieron, podríamos, de quererlo todos o de quererlo él, volver allí, comer asados, jugar a las cartas y terminar con unas tortas del Churrinche. Veo familias en las que el tiempo pasa y guardan sus costumbres intactas. Tal vez a él le haya resultado agobiante y, sin embargo, es para mí el mayor regalo. Tal vez él está destruyendo su vida a su gusto. Tal vez nada tiene para él el valor que tiene para mí.

Revolví cajones, encontré dibujos de las nenas, la típica postal de mamá-papá-hermana-perrito. Llenos de colores, han de haber sido felices aun en la contingencia de ser hija de él, aun en la contingencia de ser hija mía. Creo que a toda fuerza les di la familia que a mí me parecía que yo hubiera soñado de chica. Con un poco más de barullo que la mía, con más sobresalto pero con más diversión.

No comprendo demasiado qué hago acá. Soy la única viva entre tantos muertos. No comí en todo el día, no encendí la heladera siquiera.

Bajé a ver el mar, con una manta color manteca con motivo de caracoles en la mano. Esa que compramos en Cariló, con la que él me envolvió en sus brazos porque la noche había refrescado y yo sentía la espalda tiesa. Para mí, el calor nunca es suficiente, al menos no en la costa argentina. Me quedé horas siendo dueña del universo. El mar me perteneció.

Me pregunto por qué, a veces, a medida que aumentan las cosas materiales en nuestra vida, pierden importancia las cosas gratuitas. Cuántas veces habremos pisado juntos arenas similares, cuántas veces habremos jugado en otras olas parecidas a las que ahora me recuerdan que la vida es eso, caminar en la playa, jugar con las olas, pelearse por una pelota y comer un choclo compartido. Infinitas veces, sería imposible tratar de contarlas. Vi a mis hijas juntando caracoles alrededor de nuestras piernas, el perro correteando a nuestro lado, nuestras risas, charlas efímeras con vecinos. Seguí allí, hasta que el sol bajó como una gran bola de fuego, un sol rabioso similar también a tantos otros soles. Y, sin embargo, hoy el sol no fue sol. Aun cuando lo tuve enfrente de mí, soberbio e irremediablemente ostensible, no lo veo. No lo veo como sol. Lo veo con ojos tristes, lo veo plagado de nubes, lo veo parte de la tormenta que es mi vida. No logro ver el sol. Ese sol de hoy fue un impostor. Tal vez se hace llamar sol. Pero para mí no fue igual a otros soles. Una burla. Sol era el que nos acompañaba a jugar con la arena, sol también era el que entraba en la hendija de las habitaciones de las nenas cada mañana en que despertaban para ir al colegio, sol era el que nos recibía en el patio de su colegio cada fiesta de fin de año, sol era el que se escapaba entre los eucaliptos en la casa del country mientras preparábamos la picada del atardecer. Esto no es sol. No hay más sol. Quise atraparlo en mi retina, quise sentir algo al verlo, quise decirle que sabía que está ahí, y no pude. Ojalá hubiera podido sentir algún atisbo de alegría, consuelo u optimismo. Pero nada de eso sucedió. Espero que algún día, cuando el sol salga para todos, vuelva a salir también para mí. 

LA DESVENTURA DE AMARDonde viven las historias. Descúbrelo ahora