Afuera el sol alumbraba el pavimento húmedo, el aroma a pino fresco comenzaba a colarse por la ventana. Rachel, que aún dormía sobre su cama, no era de sueño ligero, de haber sido así, habría notado que la puerta de su habitación se abrió lentamente. Quizá la culpa era de su padre, ya que el día anterior había arreglado aquel horrible chirrido que producían las bisagras. La muchacha no se percató de que la bestia negra había ingresado a la habitación y se había agazapado al borde de la cama para propinar un atlético salto y aterrizar suavemente a su lado. Le acercó el hocico y comenzó a lamerle enérgicamente la cara.
—Detente, Gemma... —dijo empujándola sin fuerzas, todavía medio dormida.
Abrió lentamente sus ojos y acarició a la perra que se revolcaba por la cama profiriendo agudos sollozos de felicidad.
—Ya voy... ya voy.
Se levantó y se desperezó. Le dolían los músculos inferiores, ya que Gemma tenía la manía de dormir acurrucada entre sus piernas. Tomó su móvil y fue al baño en pijama. Decepcionada, comprobó que no había ningún mensaje. Luego de refrescarse se reunió con su madre y su hermano en la cocina.
—¡Buenos días, cariño! —exclamó alegre su madre—. ¿Cómo has dormido?
—No muy bien, siento como si un muerto hubiese pasado la noche sobre mí —contestó mientras tomaba la botella de jugo de naranja de la nevera. Luego, sentándose en la mesa, añadió—: Buenos días, Sam.
Como de costumbre, su hermano no le devolvió el saludo. Samuel, de diez años, había sido diagnosticado con autismo desde muy temprana edad, lo cual significó un duro golpe para la familia. Abigail, su madre, tuvo que dejar el trabajo de profesora para dedicarse plenamente a su hijo, y no solo ella, sino que toda la familia tuvo que afrontar grandes dificultades y acostumbrarse a adoptar nuevas rutinas.
—¿Gemma otra vez? Te dije que deberíamos haber conseguido un shitzu... —comentó su madre en tono burlón—. ¡Oh Dios! ¡Mira qué hora es! Tienes cereal en la alacena y aquí hay una manzana —dijo mientras le lanzaba una a su hija. Pero Gemma apareció de la nada atrapándola de un salto.
—Buen tiro, mamá —ironizó Rachel.
Samuel sonrió y comenzó a aplaudir reiteradamente.
—¡Gemma, no! ¡Mala chica! —gritó su madre sacudiendo el dedo frente al animal, quien ya se encontraba debajo de la mesa mordisqueando su trofeo.
La señora Anderson se acercó a Sam y le retiró el tazón de cereales con leche, lo que hizo que se ponga a hacer uno de sus berrinches golpeando la mesa. Con un movimiento rápido, Rachel tomó el vaso y la cuchara que estaban a punto de caer por el sacudón.
—¿Es necesario hacer eso? —preguntó fastidiada.
Tanto ella como su madre sabían que hasta que Samuel no terminara sus cereales, sería imposible intentar que se preparase para ir al colegio.
—Lo sé, querida, pero es tarde y tu hermano ni siquiera está vestido —se excusó la mujer mientras tiraba casi todo lo que quedaba de los cereales, a excepción de un poco.
Solía engañar de esa manera a Sam, cuando se encontraba con prisa. De esta manera, él tenía la satisfacción de terminárselos y su madre ganaba los minutos que necesitaba. Volvió a depositar el tazón frente al niño, quien instantáneamente dejó de pelearse con la mesa. Rachel volteó los ojos, preguntándose si su padre se iría tan temprano cada día, solo para evitar el revuelo de la mañana. Su hermano pequeño subió las escaleras con su madre pisándole los talones. Rachel comió un puñado de cereales directamente de la caja y fue a su habitación a cambiarse, con Gemma siguiéndola. Se puso unos shorts de jean y una remera bordó suelta y sin mangas. Luego se detuvo un instante frente al espejo. Tanto ella como Sam, habían heredado de su padre el cabello oscuro y abundante, en contraste con su piel blanca y pecas. Sam lo tenía crespo y alborotado, y ella demasiado largo y lacio. Pero Rachel era la única de la familia que poseía una patología llamada heterocromía, por la que sus ojos eran de distinto color, el derecho era celeste claro y el izquierdo, avellana. Esta rareza hacía que las personas se voltearan a verla por la calle. Si bien algunos podrían disfrutar de aquello, a Rachel le gustaba mantener un perfil bajo y no sobresalir demasiado. Quizá no era del todo cierto decir que era la única de toda la familia afectada con esta condición, ya que Gemma también poseía un ojo color castaño y otro celeste. Según había investigado, esta anomalía era bastante común en razas del tipo Husky y estaba segura de que algunos de aquellos genes se encontraban en su perra.
—¡Que te vaya bien! —gritó su madre desde la ventanilla mientras arrancaba el Honda CRV de color gris. Rachel vio desaparecer velozmente el auto mientras recogía su bicicleta. La preparatoria quedaba solo a quince minutos y mientras se encontraba pedaleando con los auriculares puestos, un nombre vino a su mente: Maddie. Madison Clark era su única amiga. La amistad había comenzado en preescolar el día en que Michael Miller, actualmente apodado "La Roca" por su gran tamaño, pegó deliberadamente goma de mascar en el abundante cabello ondulado de Maddie, haciéndola llorar desconsoladamente. Mientras la Srta. Anna trataba en vano de separar la pegajosa sustancia, Rachel, que tan solo tenía cinco años, se levantó de su silla en dirección hacia Michael y le mordió una mejilla. Luego de ese estresante día para la Srta. Anna, quien tuvo que escuchar pacientemente las quejas de varios padres; Rachel y Maddie se volvieron inseparables. Hasta que, por culpa del trabajo de su padre, doce años después, Maddie tuvo que mudarse a Nueva York.
ESTÁS LEYENDO
El Lobo está viniendo
Mystery / ThrillerSaga "El Lobo" Libro 1 "El Lobo está viniendo" La fina línea que separa la realidad de la fantasía se vuelve borrosa cuando Rachel, una chica de diecisiete años, comienza a convencerse cada vez más de que su hermano pequeño morirá antes de su próxim...