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      Rachel estaba testificando en la estación de policía junto a su madre y Sam. Habían llegado hacía media hora y ya estaba cansada de escuchar las mismas tontas preguntas.
—¿Entonces, piensas que la persona que te ha estado llamando podría ser la misma que ingresó a la casa y que luego te dejó esto? —volvió a preguntar el joven policía señalando las tres tallas de madera.
Se notaba que no era un mal tipo, pero Rachel sentía que estaba perdiendo el tiempo.
—Solo sé que alguien me está enviando estas cosas y que comenzaron a aparecer el día en que el intruso ingresó a casa —sostuvo seria.
Por supuesto que no había dicho nada sobre los diarios de Agatha ni sobre la frase acerca del Lobo, ya que aquello solo enredaría aún más las cosas, pero no podía dejar pasar el hecho de que alguien parecía estar observándola cuidadosamente, amenazándola.
—¿Y estás segura de que ninguna de tus amigas podría solo haberte estado jugando una broma? —volvió a preguntar el oficial Martínez.
—Como ya se lo he dicho antes..., no —refunfuñó—, no ha sido ninguna de ellas.
Su madre posaba los ojos en cada uno a medida que hablaban.
—Lo lamento, sé que todas estas preguntas pueden ser tediosas, pero es el protocolo —se disculpó—. Has dicho que el lugar no parecía haber sido forzado, ¿verdad?
—No, no ha sido forzado. Creemos que podría haber ingresado por la ventana que se encuentra en el lavado, ya que estaba abierta.
El hombre continuaba anotando.
—¿Se te ocurre alguien que pudiera hacer esto? ¿Qué me dices de algún amigo o enemigo?
Ella negó con la cabeza.
—¿Tal vez un novio...?
—No.
El oficial se rascó la cabeza, pensativo.
—No volverás a ir sola a ese lugar —soltó su madre—. Y tus amigas tampoco deberían, ya he hablado con Maggie.
Rachel no le contestó.
—Tu madre tiene razón, por lo menos hasta que sepamos qué está pasando —concordó—. Probablemente, solo se trate de alguna broma, pero has hecho lo correcto al venir aquí.
Al escuchar aquello, Abbie soltó un suspiro de alivio.
—Bueno, no les quitaré más su tiempo —anunció Martínez levantándose del escritorio—. Solo una cosa más... ¿Se te ocurre alguna razón por la que particularmente te puedan haber enviado esto?
Tomó una de las tallas de madera. Rachel no quería mentirle.
—Bueno..., mi nombre significa cordero.
Sam se había robado una pluma de la mesa y su madre intentaba quitársela.
—No se preocupe —dijo el hombre amablemente antes de despedirse—. Puede quedárselo.
Mientras Abbie la esperaba fuera, pasó un momento por el lavado, y al salir casi choca con un gran hombre de aspecto amenazador que le dirigió una mirada molesta. Ella llegó a leer el apellido "Young" en su camisa antes de que desapareciera por la oficina en la cual ella acababa de estar.
—¡¿Dónde demonios está mi café?! —lo oyó bufar desde lejos.

...

Luego de la comisaría, los tres fueron al centro comercial, que estaba atestado de gente. Abbie había decidido que aquella tarde abastecería a la familia de ropa nueva e insistió en que ella la acompañase.
—Sam está creciendo tan rápido que ya nada parece quedarle —parloteaba mientras tomaba una camiseta y tanteaba con la yema de los dedos la parte de la etiqueta—. ¡Agh! No soportaría usar esto.
Rachel caminaba detrás, mientras ella le iba pasando las prendas que seleccionaba.
—¿Y qué ha pasado con aquella idea de la línea de ropa? —preguntó para que continuase hablando y ella pudiera concentrarse en sus pensamientos.
Como su hermano, muchos niños necesitaban prendas que fueran más cercanas a sus necesidades y más prácticas a la hora de usarlas. Así qué su madre había comenzado a preparar un proyecto para lanzar la primera línea en Blackwood de ropa "amigable para los sentidos".
—Retrasado, como todo —dijo suspirando mientras se dirigía hacia el sector de ropa interior—. Tenía tantas ideas y...
En ese momento le llegó un mensaje de Ava comunicándole que se juntarían aquella misma noche para discutir sobre lo que había ocurrido. Todo era tan complicado. ¿Cómo se supone que debería investigar, ir al instituto y vigilar a su hermano, todo al mismo tiempo? No podía perderlo de vista, pero era imposible que alguien estuviera las veinticuatro horas del día con él... ¿O no? Su mirada se posó en su madre. ¡Por supuesto! ¿Quién mejor que su sobreprotectora y obsesiva madre para ayudarla a hacerlo? Solo tenía que encontrar la manera indicada para que aquel instinto maternal surgiera de la manera correcta y en el momento adecuado. Mientras continuaban paseando por los pasillos del centro comercial, luego de haber comprado ropa para ella y su padre, Rachel percibió que aquel momento no tardaría en llegar.
—¿Cómo se encuentra Agatha? —preguntó Abbie parándose a ver unos zapatos.
Rachel, que también caminaba, fingía interés en los artículos de las vidrieras.
—Se encuentra bien, aunque a veces divaga y se confunde —estableció—. Maggie está tratando de convencerla para que ella y Bonnie se muden a su casa.
—Maggie es un ángel —dijo Abbie repitiendo lo que siempre decía cuando hablaba de ella—. Agatha ya no puede hacerse cargo de su nieta ella sola. Es duro, pero mientras antes lo acepte, mejor.
Se produjo un momento de silencio y luego su madre preguntó:
—¿Qué era lo que quería darte el otro día?
Ahí estaba. Aquella era su oportunidad, así que no debía desperdiciarla.
—Solo un montón de papeles de la abuela —informó—. Nada interesante, actas de defunciones y documentos. También había un árbol genealógico y algunas cosas sobre el hermano de papá.
—¿De Hiroki? —preguntó Abbie no pudiendo ocultar la curiosidad—. Tu padre nunca habla de él...
—Lo sé, probablemente porque murió demasiado joven —dijo mientras se detenía frente a una tienda—. Pero es extraño... Todos los niños que aparecían en los documentos de la abuela también murieron jóvenes.
Su madre giró y la miró extrañada.
—¿Qué quieres decir?
—¡Oh! ¡Vuelvo enseguida! Necesito comprar algo para un proyecto de la escuela —indicó sin contestarle, para luego desaparecer rápidamente por la puerta del local.
Ahora debía esperar. Rachel sabía cómo funcionaba la mente de su madre. Si hubiera acudido a ella exaltada y hablando de la maldición con la que tanto la había fastidiado su abuela, aquello habría logrado el efecto contrario a lo que estaba buscando, que era que su madre diera por cerrado el tema. O peor aún, que pensara que su hija estaba loca y ambas fueran al consultorio de un doctor para que revise su cabeza. Por lo que el acercamiento debía de ser sutil, la mente de su madre debía de macerarse. Decidió deambular un poco más por la tienda mientras esperaba que la curiosidad comenzara a hacer ebullición en su sangre. Caminó mirando los estantes repletos de peluches, biberones y cunas. "Genial... entré a una tienda para bebés", pensó sintiéndose una idiota. Pero luego lo vio, parecía caído del cielo. Su madre apareció unos minutos después mientras se encontraba pagando en la caja.
—¡Oh! —exclamó cuando vio el producto—. Cuando era joven no existía nada como esto, ¿realmente funciona? —preguntó al cajero, desconfiada.
Era una pulsera inteligente que medía los signos vitales y prometía cambiar la vida de padres e hijos.
—He oído que son muy buenas —aseguró el joven cumpliendo su rol de vendedor—. Tiene una calificación de cinco estrellas. Además, es a prueba de agua.
Abbie pareció encantada con el nuevo aparato.
—¿Para qué la necesitas?

...

—No, Sam, déjatela puesta —le decía intentando que su hermano no se quitara la maldita pulsera.
Había despertado luego de una larga siesta y estaba todo despeinado, parecía no agradarle la idea de tener algo enganchado en su muñeca y trataba de quitárselo.
—¡Por favor! ¿No puedes ayudarme tan solo esta vez? —le pidió, harta de sus berrinches.
En ese momento su táctica pasó a ser la distracción. Tomó la tableta y le preguntó qué es lo que quería hacer, él señaló la opción de leer.
—De acuerdo —dijo sin humor—. ¿Qué quieres leer?
Con un movimiento rápido, y sin que su hermano se diera cuenta, tomó el libro del lobo y los cabritos y lo arrojó detrás de la cama. "Nos vemos en el infierno", pensó. Samuel, en cambio, eligió su historia favorita, la de Hansel y Gretel.
—"Érase una vez dos niños llamados Hansel y Gretel..." —comenzó a relatar sin siquiera tener que mirar el libro.
¡Bingo! Minutos después, Sam parecía haberse acostumbrado a la pulsera, ahora era tiempo de probarla. Descargó la aplicación y siguió las indicaciones que decía la caja, y en un abrir y cerrar de ojos su móvil quedó configurado para mostrarle en tiempo real los signos vitales de su hermano. Aquel dispositivo era tan genial que si algo llegaba a suceder, se conectaba automáticamente con emergencias, con el número de sus padres y con el suyo. Rachel estaba casi tan encantada como su madre.
—Tú, pequeño, eres mi nuevo mejor amigo —le dijo a la pulsera.
Comenzaba a sentirse un poco más en control de la situación. Había ido primero a la policía y ahora también contaba con la tecnología de su lado. Oyó a su madre llamarla desde el piso de abajo y se asomó por las escaleras.
—¿Podrías dejar sobre mi cama los documentos de la abuela? —le preguntó.
Finalmente, había mordido el anzuelo.
—Claro —contestó tratando de ocultar su sonrisa.
Todo iba cómo lo había planeado. Se dirigió a su habitación y luego de tomar el pequeño baúl, hizo una rápida selección de lo que su madre debía ver. Tenía presente que algunas cosas no debían llegar a sus manos, no era necesario que supiese más sobre la maldición, solo esperaba que se percatase de la extrañez de los sucesos que rondaban a la familia y comenzara a temer por la seguridad de Sam, de esa manera era seguro que no le quitaría sus ojos de halcón de encima.
—Vamos, mamá, tienes que darte cuenta de que algo anda mal... —murmuró ansiosa mientras depositaba sus esperanzas sobre la cama de sus padres perfectamente tendida. 

El Lobo está viniendoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora