Capítulo LXXIV - Diffindo

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ARESTO MOMENTUM

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ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO LXXIV —

D i f f i n d o 

El profesor Snape llevaba muchos años en el castillo como para conocerse a la legua las múltiples excentricidades de sus compañeros de profesión. La mayoría le resultaban entendibles, aunque algunas le molestaban más que otras.

Soportaba con facilidad el parpadeo incesante de Fernsby al hablar, las muecas extrañas de Trelawney y los constantes movimientos laterales que McGonagall hacía con la cabeza, como si fueran al ritmo de sus pensamientos. Sin embargo, y por más que lo hubiera intentado, seguía sin acostumbrarse al carraspeo constante de Binns, preguntándose interiormente qué sentido tenía que un espectro tomara aquella estúpida costumbre una vez muerto, y tampoco podía soportar cómo Hagrid crujía sus huesos gigantescos con las manos y el cuello al estirarse.

Para él, Dumbledore seguía siendo, en todo su conjunto, la excentricidad que aún era incapaz de procesar con naturalidad. Odiaba profundamente sus intromisiones, hasta el punto que cualquier mirada le hacía temer sentirse expuesto frente a él.

Por ello, no le fue difícil adivinar quién le interrumpía durante aquella mañana en que corregía el temario que él mismo había ideado, oyendo cómo prendían las brasas de su chimenea ante una llegada inesperada. Muy pocos tenían la desfachatez de presentarse de rositas en su despacho, y eran tan pocos que se reducían a una única e irrefutable opción.

—Tu maldita costumbre de presentarte sin ser invitado empieza a sacarme de mis casillas —espetó Snape, sin dignarse a levantar la mirada del escritorio—. ¿No sabes llamar a la puerta como todo el mundo?

Dumbledore se adentró en el espacio con su diligencia habitual, a paso calmado y sacudiéndose elegantemente la túnica que vestía y que le cubría hasta los talones.

—Yo también me alegro de verte, muchacho —aseguró él con una sonrisa discreta.

Sin esperar ninguna clase de invitación por su parte, el anciano tomó asiento en el sillón que precedía el escritorio, clavando sus ojos celestes sobre la figura de su acompañante. Snape, sin embargo, seguía escribiendo sobre los pergaminos que mantenía tendidos frente a sí, dejando apuntes en los bordes con letra apretada y fingiendo no prestarle atención.

—¿Sigues molesto?

Un suspiro resignado interrumpió su sagrada concentración.

—¿A ti qué te parece?

—Vamos —murmuró Dumbledore—, sabes que no trato de fastidiarte.

El movimiento de las barbas de la pluma que Snape empuñaba se detuvo en seco, y sus ojos ardientes se alzaron de los pergaminos, concentrándose en analizar el rostro del mayor con detenimiento.

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