Falsa alarma.

2.1K 203 30
                                    

La despertó el insistente teléfono a lo lejos. No, en realidad no estaba tan lejos, pero se lo pareció cuando abrió los ojos. Notó la ausencia de Natalia al instante. Se había dormido con sus caricias en el pelo y con los calmados latidos de su corazón. Abrazada a su cintura, con la cabeza sobre su pecho... En la habitación reinaba la calma. La persiana seguía echada y el incesante sonido de la lluvia la golpeaba. También se oía un viento furioso colarse por los huecos y que arrastraba las sutiles gotas que podía hacia el cristal. La puerta de la habitación estaba encajada. Lo justo para dejar pasar un haz de luz artificial. La del pequeño pasillo.

De lo que no había rastro era de Natalia. Se arrastró hacia el lado de la cama que ocupaba su novia, en dirección al despertador que siempre ocupaba la única mesilla de noche que poseía. Solo eran las ocho y cuarto de la mañana. No se habían acostado demasiado tarde; de hecho, había sido al contrario.

Su estómago rugió al levantarse. Fue entonces cuando recordó que se había ido a la cama sin cenar absolutamente nada. Lo positivo es que no estaba cansada. ¿Cómo iba a estarlo? Abandonó la penumbra del cuarto, descalza, en busca de su novia. Era poco probable que estuviera en casa, ya que no se escuchaba nada. Afortunadamente, se equivocó. La encontró en el salón, en el pijama que se había puesto la noche anterior, apoyada en el brazo del sofá y con el auricular del teléfono en una oreja. Hablaba bajito y gesticulaba con la mano libre.

No quiso interrumpirla porque posiblemente fuera una llamada de trabajo. Un domingo, sí, pero la banda no descansaba los días festivos. Por ello, se arrastró hasta la cocina. Aunque antes, regresó a la habitación en busca de sus calcetines—que seguían perdidos entre las sábanas— y unas zapatillas de Natalia. Empezaba a notar el frío que solo experimentaba cuando estaba en la década de los ochenta... De hacía dos siglos. Al fin y al cabo, ella había nacido en la década de los ochenta, pero del siglo XXI.

Las tostadas—un poco quemadas—saltaron al mismo tiempo que unos brazos la envolvían por detrás. Ella también dio un brinco.

—¿Te has asustado, cariño?

—¿Tú qué crees? —le golpeó una de las manos que tenía anudadas a su cintura.

La guitarrista se disculpó con una metralleta de besos en su mejilla, que la hizo reír. Los labios de Natalia fueron acompañados de unos toquecitos en sus caderas que le provocaron unas inevitables cosquillas.

—Perdona por el desorden. Lo recojo en cuanto desayunemos—le prometió, girándose en sus brazos para dejarle un beso en la nariz.

Si había algo que Natalia no soportaba era no tenerlo todo perfectamente limpio y ordenado. Alba, por el contrario, era un desastre. Para hacer un par de cafés y seis tostadas había ensuciado de más la cocina. La encimera estaba repleta de migajas, había manchas de café junto al fuego donde lo había calentado y restos de mermelada de melocotón que no había limpiado debidamente.

No le pareció relevante cuando la arrastró de la mano hasta la pequeña mesa que hacía esquina en la cocina.

—No te preocupes por eso. ¿Te ha despertado el teléfono? —se preocupó colocando el desayuno en la mesa y tomando asiento a su lado.

—Sí, pero no importa. Tampoco es plan de quedarme todo el día en la cama—comentó untando mantequilla en una de las tostadas.

—Puedes... si quieres. Fuera está cayendo el segundo diluvio universal. No sé cómo vas a llegar al coche—se metió una tostada en la boca, cerrando los ojos y disfrutando del sabor.

Alba se quedó unos segundos en silencio. El vaho del café, ardiendo, ascendía hasta evaporarse en el aire.

—¿Tienes miedo de que me marche?

Garito temporalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora