Profesora de religión.

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Alba se acomodó en el sofá, pasando su pierna derecha bajo su trasero para colocarse sobre ella. Se llevó un pistacho a la boca, sintiendo como la mirada curiosa de Natalia no se despegaba de ella, siguiendo todos sus movimientos, aguardando a que empezase a hablar. Por dónde empezar, cavilaba.

- Nací y crecí aquí, en Madrid. Mis padres son jueza y abogado – empezó, entretenida en dibujar la boquilla del botellín –. Crecí en un ambiente... no estricto, pero sí repleto de reglas o normas. A pesar de su trabajo, mis padres nunca se han alejado de mí, ni yo de ellos – aclaró bebiendo de su cerveza –. Desde niña se han esforzado por que eso jamás ocurriera. Con el paso de los años, me han dado la libertad que necesito, pero con la condición de no romper ninguna de sus normas. No llegues más tarde de las doce; si ves que no vas a llegar a tu hora, llámanos; acude a las comidas familiares del domingo; no te metas en líos en la universidad... Creo que no hay más – rio.

- ¿Y qué estudias?

Se interesó la punk haciendo volar un cacahuete pelado a su boca, creando una parábola perfecta en el aire. Escuchó el sonido de sus dientes triturándolo hasta hacerlo pedazos, tiempo que empleó Alba en contestar.

- Quiero ser profesora de religión.

Natalia, que bebía de su botellín, tosió al escucharla decir aquello.

- Co... ¿Cómo?

- Es broma – se carcajeó al ver la expresión de incomprensión.

- Ya te vale, tronca. Casi me muero. – Alba celebró que no se hubiera enfadado como al principio de la tarde. Una que llegaba a su fin, con los últimos rayos del sol acariciando los tejados con su anaranjada luz.

- Perdona. ¿Quieres jugar a adivinarlo?

- Ni hablar. Bastante metí la pata con tu nombre. Se me dan fatal los acertijos. Tiro para lo fácil y digo que derecho, por seguir el legado familiar.

- Has fallado, sí – afirmó la rubia –. Periodismo.

- Flipo en colores. Me habría creído que estudias derecho o arquitectura, ¿pero periodismo?

- ¿Qué hay de ti?

El cuerpo de Natalia se tensó en el sofá. Carraspeó, llevando un puñado de frutos secos a su boca, para beber a continuación de su botellín. Alba se preguntó por qué se ponía tan nerviosa, cuando la que debería estarlo era ella tras todo lo que le había contado.

- Yo no nací y crecí aquí. Pasé mi infancia hasta los nueve años, en Pamplona. Luego, en Bilbao. A los dieciocho me mudé aquí, acabé los estudios y empecé la universidad. Duré seis meses en la ingeniería que elegí, más por presión que por deseo – suspiró –. Me puse a trabajar como mecánica, oficio que aprendí en Bilbao. Fue la condición que me pusieron mis padres. Porque no sabía lo qué quería hacer. Me gustaba la música, y ellos lo entendieron cuando se lo conté. Me dijeron que, si necesitaba ayuda económica, me la darían. Y me ayudan a pagar algunos gastos si voy con el agua al cuello, pero tras casi tres años así, he aprendido a relativizar – una alegre sonrisa se dibujó en sus labios –. El grupo por fin está haciéndose notar. Cuando nos hicieron fijos en el local, con sueldo y todo, no me lo podía creer.

Alba se contagió de su emoción. No era complicado, la punk era como un niño pequeño ilusionado por ir al parque de atracciones. Le brillaban los ojos, mientras le relataba como conoció a Jorge, que compartía el mismo entusiasmo que ella por la música y un par de asignaturas en la universidad. Más tarde, según contaba, se les unió S. Jorge y él, mayores que ella, tenían bastante más experiencia, pero eso nos los paró. Al principio, el grupo cojeaba muchísimo. Les faltaba una batería, no podían seguir bien el ritmo. Pasaron casi seis meses hasta que se unió María, con sus baquetas tras la oreja repleta de pendientes. Tocaban dónde podían. Cuándo podían. No buscaban fama. Solo querían tocar para la gente, mostrar su música a quienes quisieran escucharles.

Garito temporalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora