Barrizal.

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Apoyó la cabeza entre sus brazos sobre la mesa donde siempre trabajaba. Solo que aquella tarde de viernes a las seis, estaba procrastinando de lo lindo. En la pantalla ampliada frente a ella, había una sesión de fotos. De los Lightning. Una que todavía no había salido, pero que ella había buscado en Internet. Se había detenido en una en la que aparecía Natalia, la culpable de que hubiera dejado las herramientas aparcadas.

Aparecía con una blusa amarilla a rayas abierta dejando entrever una interior de color blanco. Sobre esta, una de sus inseparables chaquetas de cuero—Alba sabía que en total tenía tres— y un pantalón holgado que sujetaba con un cinturón. Cómo olvidar las enorme e inseparables botas que hacían sus andares más amplios.

Al contrario de lo que pudiera esperarse de la guitarrista de los Lightning, sonreía en las fotos. En todas. Se había toqueteado el pelo, que llevaba algo despeinado y llevaba un maquillaje sutil con el que se apreciaba cada rasgo de sus facciones.

Alba levantaba el dedo al pasar las fotos cuando su cerebro las había memorizado. Regresaba, volvía a repasarla. Estiraba su dedo, seguía los rasgos de la punk. La línea de su mandíbula, el lunar bajo el labio, acariciaba el labio estirado en aquella cálida sonrisa que le regalaba a la cámara. Amplió sus ojos, fantaseando con verse en el reflejo de sus pupilas. Aunque sabía que aquello era completamente imposible. Dibujó ella misma la raya del eyeliner perfecto que le habían hecho.

Volvió a ampliar al bajar por su cuello. Ahí estaba el colgante que ya llevaba el día del cine. Una serpiente diminuta arrastrándose por el centro de sus clavículas.

No leyó la entrevista. Se la reservó para cuando saliera. No quedaba mucho para eso. Tras el concierto del sábado, de nuevo en el Garito. Posiblemente el último. Era desconocido ese dato para ella, lo había elegido así. Prefería no saber demasiadas cosas sobre el grupo, de su futuro. Porque lo mejor era centrarse por completo en Paula y Mario.

—¡Alba!

Plegó la pantalla, dando un brinco al escuchar la voz de su madre, como un sargento, tras su puerta. En aquella casa tenían el don de la inoportunidad. Cuando no era su hermana, era cualquier otra persona pegando voces.

—No me gusta que te encierres a trabajar—le dijo nada más abrir la puerta. Sin preguntar, porque una madre no lo hace, se coló en su habitación.

Como también se coló Artemis y fue hasta sus pies buscando restregarse por sus pantorrillas. Alba la atrapó en su regazo para rascarle tras las orejas. Siempre conseguía relajar a la gata de ese modo.

—A mí no me va a pasar como a papá, ya te lo dije—rodó los ojos.

—Precisamente por eso vengo. Tienes que acercarte al hospital a por unas pastillas que le han recetado. Solo las tienen allí. Tanta medicina para esto, hija.

—¿Yo? ¿No puedes ir tú?

—Tengo una montaña de exámenes por corregir.

Claro, solo quedaba ella como opción. Marina estaba en clase, su padre de baja durante dos semanas y sus abuelos seguramente dando su paseo de la tarde.

—De acuerdo, iré. Pero porque ya he acabado lo que estaba haciendo de clase.

—No creo que te dé tiempo antes de irte, pero deberías adecentar esto un poco, hija—hizo un barrido por el desorden de su habitación—. Has salido a tu padre. Los dos igual de desordenados.

—Los genios... —suspiró soltando a una dormida Artemis sobre su cama.

—... y su desorden. Sí, ya lo sé. Estoy casada con tu padre—sonó agotada, pero Alba sabía que esas palabras supuraban amor—. No tardes. Cuando llegues pregunta en mostrador por la doctora Sánchez.

Garito temporalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora