CAPITULO 8

87.2K 8.9K 17.7K
                                    

Acceso denegado

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Acceso denegado.

Gijón, España.

Horas antes.

Marcello.

El silencio es sinónimo de calma en algunas ocasiones, de pensar con tranquilidad. Hasta que se vuelve una nube abrumadora teñida de negro que solo arroja pensamientos que no quieres en tu cabeza.

El silencio es abrumador en muchas ocasiones.

Ese momento en el que piensas durante minutos e incluso horas alrededor del mismo tema sin hallarle respuestas a todas las preguntas que te rondan en la cabeza. Las ganas de golpearte una y otra vez al no encontrarlas aparecen y la histeria se mezcla con el sin sabor de sentirte como un inútil al no poder atar cada uno de los cabos que quieren unirse a fuerza en tu mente.

Pasé esa etapa al segundo mes luego del «accidente» como lo llamó Nicoletta una que otra vez. O del «atentado» como lo llamó otras tantas. Perdí la cuenta en realidad cuál de los dos términos usó más.

Y la llevaba.

Hasta que me di cuenta que solo era una manera de mi cerebro para reprimir lo que realmente quería salir.

El reloj marca las cinco de la mañana, las calles de Gijón están solitarias y no hay más que silencio. Pero no me bajo de mi auto. Me mantengo en la comodidad del cuero en los asientos, repasando por tercera ocasión en la última hora los archivos del IPad que encontré bajo el asiento del copiloto.

Nada.

No me topo con nada más que documentos viejos que no significan nada para mí en estos momentos.

El teléfono vuelve a sonar. Es Nicoletta, pero la ignoro al igual que lo he hecho desde anoche, conservando la calma a medida que deslizo mis dedos por la pantalla algo agrietada y que parpadea solo con el roce de mis huellas.

Genial.

Limpio mis manos con el pañuelo blanco en la guantera, el cual arrojo sobre la misma tras usarlo. Me coloco los guantes al igual que la gorra vieja que le robé a uno de mis hombres y salgo abrigándome lo más que puedo en tanto levanto el cuello de mi gabardina para cubrir algunos tatuajes que sobresalen en mi cuello.

Camino por varios minutos, doy vueltas alrededor, reconociendo las cámaras que desconecto con el acceso que me da el sistema de seguridad en el IPad. Algunas cosas no cambian y una de ellas es que sigo siendo el maldito dueño de este maldito lugar.

Llego al cajero automático en cuestión de un par de vueltas más, despistando lo más que puedo a las cámaras nuevas a las que no tengo acceso, pero que sé que están allí. Me cubro lo más que puedo y para cuando entro a la cabina, saco la tarjeta de emergencias que guardé en mi casa de Gijón hace meses.

Esto deberá servir.

El sistema se activa, pero el botón rojo escondido comienza a parpadear como lo espero una vez inserto la tarjeta en la ranura. Cuando me pide el código de acceso, no lo pienso, coloco uno de los tantos que me sé de memoria y que no le he dado a nadie.

DOLOROSA VINDICTA [+21] ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora