30: Pedido de ayuda

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Roma, Mazmorras del Palacio del Emperador, 6 de abril del año 23 a.C.


El lugar estaba indudablemente más frío y oscuro que la parte superior del palacio, mientras transitaban por el pasillo Marcela se llevó las manos a su vientre, como un gesto protector y de consuelo ante la sensación de miedo que le provocaba este lugar. ¿Aquí tenían a Selene? Si solo el camino para llegar a la prisión era espeluznante, no quería imaginarse cómo sería cuando realmente lleguen allí.

Parecía ser un sentimiento mutuo porque Yanira, la sirviente de Selene, que estaba a su lado también se estremeció un poco, mientras apretaba con más fuerza la canasta que habían traído para la ocasión.

—Este lugar es... espantoso —dijo dubitativa Marcela—. No puedo creer que la tengan aquí —terminó horrorizada.

Yanira asintió, estando de acuerdo con la señora. Sin embargo, ella estaba más familiarizada con lugares así, después de todo era una sirviente que había nacido en la esclavitud antes de convertirse en liberta. Lugares así eran ajenos a personas de clase acomodada como Marcela, pero no para ella. De todos modos, no lo dijo, solo asintió.

—Estamos aquí para poder ver a la joven Selene —pronunció con firmeza Marcela, cuando se encuentra frente a cuatro guardias que parecen indiferentes.

Los hombres se hacen a un lado y ambas mujeres avanzan unos pasos, pero la noble romana lanza un grito horrorizado cuando vislumbra a la figura que se encuentra en la prisión. Yanira no grita, sabe comportarse como una sirvienta después de todo, simplemente comparte el mismo sentimiento pero sin demostrarlo.

—Quiero entrar —exige, pero sin mirar a los guardias.

—Lo siento, pero no está permitido. Son órdenes —contesta uno de los guardias.

Marcela no se deja intimidar y tampoco se echa atrás, está decidida a entrar.

—¿No está permitido? Pero a la hija del Emperador la dejaron —respondió y los guardias parecieron tensarse—. Y no solo eso, sino que permitieron que golpeara a la mujer que ustedes debían cuidar —acusó—. Así que si no quieren que hable con mi tío sobre la irresponsabilidad de ustedes cuatro y que terminen cuidando una de las fronteras más alejadas e inhóspitas de Roma, será mejor que nos dejen entrar —finalizó.

Los cuatro hombres se miraron con miedo entre sí y comenzaron a susurrar. Ser guardia de una prisión dentro del palacio no era lo mejor, pero sinceramente casi nunca tenían prisioneros y estaban holgazaneando y divirtiéndose más días que no. En cambio, ser un soldado activo en una de las fronteras del Imperio, era de las peores cosas que te podía pasar, ya que eran los lugares más conflictivos que existían y estaban en alerta máxima todo el tiempo y recibían ataques de los bárbaros constantemente.

—Está bien —dijo uno y abrió la puerta.

—Queremos privacidad, así que agradecería que se alejaran unos metros —mencionó y el guardia hizo una mueca, obviamente no le gustaba eso, pero volvió a asentir—. Será nuestro secreto —terminó y despidió a los guardias que se alejaron por el pasillo.

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