69: Mujeres romanas

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Norte de Egipto, Legio III Cyrenaica, 28 de mayo del año 17 a.C.


Alejandro había terminado contando toda la verdad, a esta altura creía que ya no tenía sentido mentir porque indudablemente Plauciano ya lo sabía. Así que le dijo cómo le dio comida y abrigo a escondidas a la mayoría de los prisioneros y cómo solo por defender a Adela, terminó matando a ese legionario. Era cierto que no fue su intención, que no quiso hacerlo, pero tampoco se arrepentía, personas así no eran hombres y era mejor si dejaban de habitar la tierra de los vivos lo más pronto posible; aunque obviamente esto último no lo dijo, tampoco era tan estúpido.

—Estoy dispuesto a recibir el castigo que considere necesario —dijo el egipcio al final—. Y si me quiere entregar a Roma, no lo odiaré, así que haga lo que crea correcto —finalizó muy seguro, pero tenía miedo.

Plauciano se quedó callado cuando el legionario terminó de explicar, agregando más tensión al momento y nerviosismo a Alejandro, quien sentía que su corazón latía demasiado rápido.

—¿Y por qué hiciste eso? —preguntó de repente, Alejandro frunció el ceño—. ¿Por qué les diste comida y abrigo? —aclaró.

—Porque era una injusticia y estaban cometiendo una atrocidad al dejarlos morir de hambre y frío, eran solo niños y mujeres que ni siquiera tenían armas, no eran una amenaza —respondió sin dudarlo y sin importarle que pudiera estar condenándose—. No quería ser parte de esa matanza.

—Pero mataste a otro —expresó el Legatus.

Era cierto, quería evitar una matanza pero terminó matando a un hombre; al final siempre muere alguien. Cree que Adela está mal, él nunca fue ni será un héroe.

—Sí —respondió sin miedo aparente a reconocer su crimen, ya no tiene sentido buscar un ápice de perdón—, pero al hacerlo evité algo peor.

—¿Lo hiciste? —interrogó otra vez—. Mataste a un hombre y dejaste que la prisionera escapara, una vida por otra. Sin embargo, no salvaste a los niños que fueron enviados a Roma y tampoco al resto de las mujeres que se quedaron con los romanos —expresó y Alejandro no supo qué decir—. ¿Qué matanza evitaste? Solo salvaste a una mujer y condenaste al resto.

La ira recorrió su cuerpo movida por la sangre que rugía en su interior, tal vez el Legatus tenía razón, pero al mismo tiempo no la tenía.

—No intente cargarme con culpas que no son mías —escupió enojado—, yo no podía salvar a esos niños ni tampoco a esas mujeres, estaba fuera de mi alcance —aclaró—. Hice lo que pude y no me arrepiento, incluso si significa salvar una sola vida, es una vida que cuenta. Y aunque me condenen a la muerte, lo volvería hacer —sentenció.

Plauciano vio su determinación y seguridad y luego, para absoluta sorpresa de Alejandro quien esperaba ser castigado, el Legatus sonrió.

—Me alegro no haberme equivocado contigo —dijo ya sin juzgamientos, Alejandro no entendía nada—. De eso se trata, de salvar a quien podamos del Imperio romano por pequeño que sea.

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