66: La muerte del deber

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Germania, 16 de enero del año 17 a.C.


—¿Cómo están los demás? —interrogó la joven de ojos celestes.

La situación no había cambiado mucho, pero al menos ella había comenzado a soltar algunas preguntas que claramente estaban dirigidas a él, al menos ya no lo insultaba tanto.

—Bien, igual que ustedes —respondió con ambigüedad.

Igual que ustedes, no dijo con frío y hambre, no dijo enfermos y más cerca de la muerte que de seguir vivos, no dijo encadenados y tratados como basura; no lo dijo, pero se entendió. Sin embargo, Alejandro no le contó a la joven que ya habían muerto cerca de diez niños por las bajas temperaturas, que sus madres estaban desconsoladas y que dos jóvenes habían sido asesinadas al intentar escapar. No lo dijo, no tenía el valor para enfrentar la verdad de que aunque no quisiese, él formaba parte de esa masacre.

—Dicen que en dos días llegará el traductor, te recomiendo que pienses bien lo que dirás —advirtió Alejandro, mientras envolvía con su propio abrigo a uno de los niños.

El niño estaba mal desde ayer y obviamente necesitaba un médico, pero no gastarán en uno para los prisioneros cuando haya legionarios enfermos o heridos de las primeras batallas con los queruscos. Ni ella ni él podían hacer mucho, Alejandro al menos se había asegurado que no pasaran frío, pero sabía que eso no sería suficiente.

—¿Por qué me lo dices? —interrogó mientras lo miraba envolver al niño—. Tú me tienes prisionera, pero al mismo tiempo haces que me ayudas. No entiendo qué planeas, ¿por qué no me delataste? ¿Por qué sigues robando comida y trayendola? ¿Por qué nos das mantas para el frío? —continuó presionando por una respuesta.

—Yo no te tengo prisionera, los romanos lo hacen —aclaró Alejandro.

Ella lo miró de arriba a abajo, su vestimenta como legionario y luego, miró alrededor, estaban en un campamento romano y ella era una prisionera. Era un poco estúpido negar esa verdad.

—Eres un romano —retrucó ella, le parecía un descaro total que lo negase.

Alejandro terminó de abrigar al último niño y la miró, ella abrazó a los pequeños que se acercaron sin dudarlo.

—Puedo pertenecer a sus fuerzas y luchar por lo que ordene Roma, pero no soy un romano —pronunció sin titubear—. Soy un sobreviviente y a veces, para proteger a los que quieres tienes que hacer cosas que odias, como aliarse al enemigo.

Ella no contestó enseguida, sino que se quedó pensando en sus palabras. Entonces, éste legionario que la ayudaba odiaba a los romanos pero estaba en su ejército o solo la estaba engañando.

—¿Cómo puedes hablar mi idioma? —cambió de tema, ya que era una de las dudas que la carcomía desde el primer día.

¿Cómo era posible que hubiera sabido su idioma? No era muy extendido y muy pocos lo dominaban por fuera de Germania, así que era extraño. ¿O acaso era un germano esclavizado? No, imposible porque los esclavos no podían entrar al ejército.

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