Capitulo 40

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Jane Mitchell

El Sacerdote Marcos me había citado en su oficina después del culto de esa mañana. 

Toqué la puerta dos veces y esperé a que abriera. Me crucé de brazos mientras me balanceaba con los pies de adelante hacia atrás. No aparté la vista de la puerta; eso me hizo fijarme en unas marcas en el marco de madera. 

Las marcas iban desde poco más arriba de mi cabeza hasta casi llegar al tragaluz. Las marcas no eran continuas, algunas iban rectas y otras casi en zigzag. Antes de acercarme más para comprobar lo que mi mente estaba pensando, la puerta se abrió de par en par. 

El Sacerdote estaba de pie con el semblante serio mientras me miraba a los ojos.

—B-buenos días Sacerdote—saludé nerviosa.

Se hizo a un lado y me indicó que pasara, caminé pasando por su lado. De reojo vi como me seguía con la mirada hasta que estuve dentro de la oficina. Escuché como cerraba la puerta y pasaba por mi lado con las manos entrelazadas detrás de su espalda. Se puso frente a la ventana y miró hacia fuera. 

—Por favor, siéntate—dijo aún de espaldas.

Obedecí a lo que me dijo y me senté. Todavía no me había dicho el por qué me había citado allí. Mientras esperaba a que me lo dijera, me percaté de una serie de cosas:

En las estanterías donde antes se encontraban pequeñas estatuas de Jesús y algún que otro rosario, ahora estaban completamente vacías. Seguí mirando y también me había percatado de que faltaba un pequeño cuadro de la virgen María y otro poco más grande donde había una enorme silueta sin rostro alzando sus manos, simulando al Todo Poderoso. Continué fijándome en más sitios tratando de recordar si faltaba alguna cosa más. Abrí los ojos sorprendida.

En el escritorio, justo a la derecha. Donde se suponía que tenía que haber un pequeño cuenco de oro con agua bendita dentro, estaba vacía.

—¿Estás nerviosa?

Me sorprendí al escuchar la voz del Sacerdote de repente. Estaba tan absorta en procesar toda aquella información de golpe que no me había percatado de que el Sacerdote ya estaba sentado en su silla y mirándome todavía con la mirada seria.

—No, Sacerdote—traté de sonar convincente mientras juntaba mis manos bajo la mesa.

Dio un suspiro y miró hacia algún lugar de la oficina. No le quitaba el ojo de encima. 

Nunca, desde que estaba en Fixon, las estatuas, cuadros y el cuenco de agua bendita, se habían movido de su sitio. 

—¿Sabes por qué te he llamado, Jane?

Negué—No.

Se aclaró la garganta y habló.

—¿Tienes idea de por qué Kenzo no ha asistido durante esta semana a la Iglesia?

Sentí como el enojo se colaba en mi cuerpo nada más mencionar al rubio. 

Desde la noche en la que, literalmente, había prescindido de mi ayuda, no había sabido más de él. Recuerdo lo molesta que estuve durante esos días. Traté de hablar con él, de hacerle entrar en razón y de que dejara de comportarse como un idiota con aires de héroe; pero fue inútil. 

No porque no me quisiera escuchar, si no porque no lo había vuelto a ver. 

Cuando iba al albergue y tocaba la puerta, solo escuchaba los maullidos y rasguños de Ceniza a través de ella, ni rastro del arrogante rubio. Caminé por el pueblo y los lugares donde supuse que probablemente podría estar, pero tampoco di con su paradero. Inclusive volví al acantilado esperanzada de encontrármelo allí, pero fue inútil, era como si se lo hubiera tragada lo tierra.

Pensaba que solo se había alejado de mí, que simplemente me estaba evitando. Pero también estaba evitando a Jez. La morena ni si quiera se explicaba que estaba pasando. 

Si no fuera porque varias personas del pueblo me afirmaban que lo solían ver frecuentemente, pensaría que se había ido. 

Pensar en su marcha me revolvía el estómago. No sería capaz de irse sin antes decirme, al menos, que había solucionado todo o que se había ido al garete lo que fuera que planeó. No sería capaz de irse sin despedirse, ¿verdad? 

Era inevitable no preocuparme por él. Según lo que me había dicho mucho antes de que decidiera hacer las cosas él solo, no tenía a penas fuerzas como para enfrentarse cuerpo a cuerpo con Él. 

Y no era que dudara de las habilidades de Kenzo, si había alguien que podía terminar con esta tortura sin duda era el rubio, pero solo pensar que cualquier paso en falso podría llevarlo a la muerte me hacia...

—No he hablado con él desde hace un tiempo.—Dije totalmente sincera.

El Sacerdote asintió y frunció el ceño.

—¿Me estás mintiendo Jane? 

Alcé ambas cejas sorprendida.

—No tengo por qué mentirle Sacerdote, realmente no sé donde puede estar.

Me hacía pequeña cada vez que el Sacerdote mi miraba a los ojos. Sentía el ambiente enrarecido, extraño.

—Supongo que tampoco sabes que han estado desapareciendo las joyas de la urna de la Iglesia.

Me había pillado por sorpresa. 

¿Había sido tan descuidado como para dejar que se diera cuenta? ¿Ya no le importaba que le pudieran descubrir? Kenzo estaba actuando como un auténtico principiante a comparación a las primeras veces cuando llegó aquí. 

No, algo andaba mal. Porque a pesar de todo, Kenzo no era un descuidado y no se dejaría atrapar por una estupidez así.

—No tenía la menor idea—dije aún sin saber si realmente había sido Kenzo—.

—¿Por qué lo estás encubriendo?

—Yo no...

—Jane.—Me cortó.

Mantuvimos contacto visual durante unos segundos.

—Te di la orden de integrarlo en el pueblo, no que lo resguardaras de las maldades que hacía.

Suspiró y se acomodó en la silla.

—Ya que parece que sigues empeñada en esconderle, quiero que le des un recado en cuanto lo veas.

Fruncí el ceño.

—Dile,—hizo una pausa—por favor, que deje de esconderse y que venga a hablar conmigo.

Asentí no muy segura de si esas palabras tenían un doble sentido.

—Puedes marcharte.

Me levanté de la silla y caminé hasta la puerta pensando en aquella charla.

Al girar el pomo de la puerta y abrirla, me llamó.

—Que Dios esté contigo Jane.

La forma en la que lo había dicho era perturbadora, como si lo que me dijera fuera más en forma de amenaza.

Salí y cerré la puerta tras de mí. Respiré hondo sin saber muy bien como me sentía.

<<¿Qué había sido todo eso?>>

Unos pasos en la escalera llamaron mi atención, Dean cruzó miradas conmigo al llegar al rellano.

—Hola Jane—saludó mientras tocaba la puerta donde segundos antes había salido.

Me giré y vi como el Sacerdote le habría la puerta al pelirrojo y le indicaba pasar como había hecho conmigo. Minutos atrás.

No aparté la vista de allí. 

El Sacerdote, antes de cerrar la puerta, me dio una mirada gélida.

El sonido de la puerta al cerrarse me sacó de mi trance.

Algo no andaba bien. Tenía un mal presentimiento.

Avaricia [#1 Pecados ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora