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El refectorio se encontraba en la planta baja. Media unos sesenta metros cuadrados y en él había diez mesas rectangulares. En los días de fiesta, las hermanas ponían manteles sobre las mesas; cuando no, comíamos sobre la madera desnuda que habíamos cortado en los talleres de carpintería. Mientras nos instalábamos, se podía escuchar el rechinido de los bancos sobre el piso y el escándalo se amplificaba entre los muros blancos manchados por los vapores de la comida.

Eché un vistazo discreto a mi reloj. El padre Tremblay me lo había obsequiado en su lecho de muerte. Ese gesto suyo me sorprendió, Y quizás porque nunca había tenido uno, me dio por mirarlo con frecuencia. Se me hizo una especie de manía, y me asombraba que nadie me lo hubiera confiscado... 

– Dicen que el número treinta y dos rostizó un pájaro detrás de la bodega y se lo comió – escuché que alguien murmuraba a mis espaldas.

– ¡Deja de decir eso! ¡Haces que me rechinen las tripas! ¿Y quién se lo dijo?

– ¡Pues él mismo! ¡El número treinta y dos!

– ¿Y cómo hizo para que no lo atraparan?

– Eso... no lo sé. 

¡Por supuesto! ¡Todos soñamos con pájaros, ardillas o conejos rostizados, lo que sea que tenga un sabor a carne asada! Pero asar implica hacer humo. Hacer humo significa que te descubran y esto conlleva un castigo. ¡Así que no me vengan con que el número treinta y dos rostizó un pájaro! ¡Es un sueño!

Eso es lo que me daban ganas de contestarles. Pero, como siempre, no lo hice. De cualquier modo, la Víbora acababa de entrar y su sola presencia hizo que instantáneamente el escándalo se transformara en silencio.

Nos levantamos todos al mismo tiempo.

La mirada baja. En actitud de sometimiento.

Números intercambiables.

"La Víbora" era el sobrenombre del padre Séguin, un sujeto delgado de unos cuarenta años, con un defecto en la pierna que lo obligaba a caminar apoyándose en un bastón con empuñadura de plata. Desde que el padre Tremblay había muerto a causa de la gripe, él dirigía el internado con mano de hierro y con la ayuda de tres hermanas bastante severas: la hermana Clotilde, la hermana Adelia y la hermana María de las Nieves. Ya no quedaba nadie capaz de suavizar el trato que nos daban.

– ¡Número sesenta y cinco, ven aquí! – gritó él, sin más preámbulo.

Al escuchar su número, un chico de unos diez años que estaba a dos mesas de la mía pegó un brinco. Paralizado por el miedo, ni siquiera se movió de su lugar.

– Sesenta y cinco! ¡Te estoy hablando! – dijo la Víbora cuya cara, demasiado blanca, enrojeció un poco.

Si había algo que el sacerdote no soportaba era que no lo obedecieran. Ni por un segundo siquiera. Empujado por sus compañeros de mesa, el chico finalmente se adelantó con la cabeza agachada. El cabello de un negro azulado enmarcaba su rostro infantil con un par de ojos negros muy rasgados. Las lágrimas se asomaban en ellos. Era uno de los nuevos. Había llegado apenas ese año y por eso le costaba trabajo someterse a algunas de las reglas. Mi mirada se desplazó de su bello rostro redondo hacia la frente brillosa de Séguin.

– ¡Te escuché! ¡Esta misma mañana! ¡Te expresaste en tu dialecto diabólico! – comenzó por decir el sacerdote mientras golpeaba el piso repetidas veces con su bastón.

A cada golpe, los hombros del pequeño se encogían, y algunos se burlaban de él.

– ¡Silencio! ¡Y tú, sesenta y cinco, contesta! ¿Cuándo vas a dejar de cometer ese sacrilegio? – le preguntó separando cada sílaba. 

El niño bajó la vista. La verdad era que todavía se le dificultaba hablar en francés.

– ¡Todos ustedes son iguales! ¡Al principio no entienden nada de lo que se les dice! ¡Sólo captan la entonación y los gestos, igual que los animales! Pero tú, ¿hace cuánto que estás aquí? 

¿Tres meses? Si no aprendes por las buenas, tendré que enseñarte por las malas. ¿Eso es lo que quieres? – le preguntó el sacerdote en tono de amenaza mientras agitaba su bastón en el aire.

El número sesenta y cinco miraba con estupefacción el bastón y torcía la boca sin que pudiera evitarlo. A pesar de las lagunas en su entendimiento del idioma, había captado muy bien que Séguin amenazaba con golpearlo....

– ¿Y bien? ¡Estoy esperando tu respuesta! – dijo enervado la Víbora mientras apretaba nerviosamente la empuñadura metálica.

– Yo... lamento... – logró decir por fin el chico.

El padre Séguin se rio. Nadie lo imito, pero yo vi cómo una de las hermanas sonreía. Por supuesto, era la hermana Clotilde...

– "Yo... lamento..." – lo imitó Séguin, en tono quejumbroso.

Después lo miró fijamente y le dijo casi con suavidad:

– De una u otra manera, te enseñaremos a construir frases, mi salvajito.

Al ver que sonreía, el chico se relajó un poco. Pero el sacerdote no había terminado con él.

– ¡Abre la boca, ahora!

– ¿Qué? – alcanzó a pronunciar el niño.

– ¡Abre grande la boca! ¡Ya apúrate! - repitió la Víbora mostrándole cómo debía hacerlo. 

Se me crisparon todos los músculos. Ya había visto cómo le aplicaba esa clase de castigo a los nuevos o a los que se resistían. Y cada vez que eso pasaba, yo sentía que una bola compacta se formaba en el fondo de mi estómago y subía lentamente por mi esófago hasta bloquearme la respiración.

 El niño volteó a ver a los demás internos que estaban atónitos y obedeció. Eran las seis cuarenta y cuatro cuando abrió la boca y unos segundos después, la Víbora le colocaba una navaja de afeitar en la lengua.

A partir de ese momento preferí cerrar los ojos y evadirme mentalmente hacia el bosque. 

Me hundo en las entrañas de la tierra.

Ahí abajo puedo ver con detalle cada una de las raíces que cubren el subsuelo húmedo y absorben el agua ferrosa.

Poco a poco me convierto en agua, tierra, savia, madera. Ya no estoy aquí, estoy en el bosque.

Ya no soy un hombre, soy un árbol... 

A medida que mi espíritu encontraba esos caminos, me iba desprendiendo de ese lugar aborrecible... Desgraciadamente, la voz de Séguin, demasiado fuerte, acabó por regresar me a la superficie.

– Mientras que tus compañeros rezan y engullen su sopa, te quedarás aquí con esa navaja en la boca. Espero que así aprendas la lección: ¡aquí no hablamos algonquin, hablamos francés!

Abrí los ojos por reflejo. Para evitar ver los lagrimones que escurrían por las mejillas del número sesenta y cinco, fijé la vista en mi plato.

Evidentemente yo no sabía cuál era su nombre, y así era mejor.

Lagrimas de BosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora