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El cielo se cubría de nubes grises. Nos ardían los pulmones. El aire era frío y el viento se habíalevantado en señal de que la lluvia no tardaría en caer. Mala noticia. Gabriel estaba empapadoluego del chapuzón. Yo temía que se desmayara. Corría detrás de él para no perderlo de vista.Como lo temía, el lodo que se pegaba a nuestras botas alentaba nuestra carrera.

¡Corre!

¡Corre lo más que puedas mientras estés vivo!

¡Corre! Antes de que la muerte te alcance...

Éstos eran mis pensamientos, esto era lo que le repetía a Gabriel e las palabras salieran de miboca. Al huir de esta manera sin que, de los cazadores, tenía la impresión de ser una bestiaacechada.

¿Cuántas veces fui de cacería en compañía de mi madre? Sin duda cientos. Recuerdo habercazado con una red, con un sinnúmero de trampas, pero jamás había cazado con perros... Jamáshabía imaginado esa angustia intensa, esa sensación de estar atrapado en una prensa que se vaapretando más y más, irremediablemente.

Lucía debió haber sentido lo mismo con respecto a la Víbora. Porque, pensándolo bien, éstehabía actuado como un cazador de la peor especie: con su poderío la fue acorralando hasta queella se resistió, demasiado tarde, y él la mató.

Los aullidos de los perros interrumpieron mis pensamientos oscuros. La jauría parecíaestar muy cerca, y el paso de Gabriel era cada vez más lento. Lo que se avecinaba era deesperarse. Se detuvo jadeante y con la frente brillosa.

– ¿Qué haces? ¡Nos pisan los talones!

– ¡Sigue! ¡Yo ya no puedo! – dijo entre jadeos y se apoyó en un tronco.

Su cara estaba pálida y sus labios estaban azules con a violeta en las comisuras. Toqué suabrigo y sentí que estaba algo de empapado.

– ¡Quitate esa ropa!

– ¿Qué? ¿Ahora?

– Ya estamos en éstas...

– No sirve de nada, Jonás... No se van a secar...

– Traigo tres suéteres puestos. Te voy a pasar uno y también mi abrigo.

– ¿Qué?

– ¡Date prisa!

Se quitó toda la ropa menos los pantalones y se puso lo mío. Ya bien abrigado, se quedóinmóvil frente a mí, y en su rostro leí una mezcla de agradecimiento y vergüenza.

– Gracias, viejo – dijo con los ojos brillosos.

Tan sólo nos habíamos detenido unos minutos, pero había sido demasiado. Los ladridosnos rodeaban.

¿Acaso es el final del viaje?

Observé el cielo. Las nubes habían pasado del gris claro al gris oscuro, pero la lluvia no caía.

Un breve descanso.

El ruido de un aleteo llamó mi atención. Miré el suelo. Vi unas alas negras que se agitaban,y un poco más lejos, los restos de un zorro. Su cadáver abierto yacía al pie de un árbol.

– ¡Los perros no van a dejar de seguirnos! ¡Tenemos que disfrazar nuestro olor! Nosfrotaremos con esto – le dije mostrando el cadáver del animal.

– ¡Es asqueroso! Algunos de sus órganos le salían del abdomen.

El cuervo al que habíamos interrumpido eraresponsable en parte. Me puse en cuclillas y, después de dudar un instante, metí las manos enla abertura. Volteé hacia otro lado mientras hurgaba en el vientre del animal hasta sacar lasentrañas rojas y viscosas. Él estómago se me revolvió, pero aguanté.

– Acerca la cara.

El olor era verdaderamente espantoso y Gabriel hacía gestos mientras le embadurnaba lacara, las axilas y la espalda. Después fue mi turno.

– ¡Cómo apesta! – comentó.

– Es la idea... -. le contesté mientras levantaba el cadáver del zorro y lo colocaba sobre mishombros. Ya disfrazados, nos lanzamos a correr zigzagueando entre los árboles. 

Lagrimas de BosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora