El reloj del refectorio marcaba las 18:30 horas cuando todos nos sentamos en nuestrosrespectivos lugares bajo las mira- das inquisitoriales de las hermanas Adelia y María de lasNieves.
Ambos estábamos en un estado deplorable y, a pesar de la confianza que intentabainfundirle a Gabriel, tenía muchas dudas con respecto a lo que debíamos hacer. Aquellaangustia me provocaba náuseas y tampoco ayudaba el olor a nabo mezclado con el del cloro.Por su lado, Gabriel no dejaba de alisar el bulto que formaba el guante manchado de sangre enel fondo de su bolsillo. Lo miré con insistencia para hacerle entender más le valía dejar dehacer eso...
Justo en ese instante entró la hermana Clotilde y, al igual que Séguin, se paró en el centrode la habitación. Pero en lugar de ordenar que rezáramos, comenzó a caminar entre las mesasescudriñando las caras con aire desconfiado. La mayor parte de los alumnos, inquietos,clavaban los ojos en el plato de sopa que se enfriaba.
Desde el extremo opuesto de la mesa, podía ver las finas gotas de sudor en las sienes deGabriel. La hermana Clotilde debió notarlas también porque se detuvo justo a su lado. Perturbado, ni siquiera esperó a que ella lo cuestionara y abrió la boca para decir:
– Yo no... yo no he hecho...
– ¿Qué? ¿Qué es lo que no has hecho, número cuarenta y dos?
¡Ese idiota iba a soltarlo todo! Sus ojos de nuevo encontraron los míos. Fruncí el ceño y lo mirécon tal insistencia que terminó por cerrar la boca.
– ¿Y bien? – insistió la hermana frotándose las manos.
– Yo no... Yo... olvidé darle de comer a la mula.
– ¡Pues lo harás más tarde! – dijo ella molesta, y siguió su ronda sin ver esa lágrima, esaúnica lágrima que se formó en los ojos del número cuarenta y dos, rodó por su mejilla y cayópara ir a estrellarse sobre un trozo de papa.
– ¡ESCUCHEN!
El grito de la hermana nos petrificó a todos, al grado de parecíamos estatuas de cera.
– ¡Ya es de noche y el padre Séguin sigue sin aparecer! ¡Pido a los que saben algo quehablen ahora!
Se escuchó un murmullo de asombro. Por supuesto que era algo ya sabido, pero para evitarcastigos, lo mejor era simular congoja...
– ¡A callar, imbéciles! ¡Salvo si tienen algo que comunicar!
Silencio absoluto. Ya ni un respiro se escuchaba.
– ¿Nadie?
Ojos apagados. Bocas cosidas.
– Entonces, junten sus manos para la oración... Le pediremos a Dios que traiga de vuelta anuestro sacerdote sano y salvo...
Antes de bajar la vista, pude percibir una chispa de esperanza en las miradas de los internos.
Era evidente que todos deseaban que Séguin estuviera muerto.
– ¡Y les advierto! ¡Nadie va a cenar mientras no tengamos noticias de él! – continuó diciendola hermana.
– Pero... ¡tengo hambre! -lloriqueó un chiquillo enclenque recién llegado en la última tanda,y que debía tener seis años escasos.
– ¿Qué te crees? ¡Todos tenemos hambre! ¡Pero mientras no sepamos qué le pasó, nopodremos pasar bocado! – dijo ella furiosa.
En resumidas cuentas, nadie cenó aquella noche. La sopa se enfrió en los platos sin que nadiediera informes sobre la des- aparición de la Víbora. Antes de mandarnos a dormir con elestómago vacío, la hermana Clotilde nos dijo que mandaría traer a Sansón al amanecer...
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Lagrimas de Bosque
JugendliteraturEsta historia no es mía todos los derechos a su autor en realidad le quiero dar popularidad aquí a la autora Nathalie Bernard la verdad esta historia me encanto bástate espero que les guste. Jonás acaba de cumplir dieciséis años, lo que significa qu...