D - 60 (6:00)

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En el internado del Bosque Verde, el invierno comenzaba en el mes de octubre y se extendía hasta mayo con una tempera- tura media de menos veinte grados, lo que equivale a decir que un muro de hielo se erguía entre nosotros y el resto del mundo. Era el final de marzo. Seguía haciendo frío, pero el invierno ya casi llegaba a su fin, al igual que mi estancia obligatoria en ese lugar. Yo tenía dieciséis años cumplidos, lo cual significaba que ya sólo me faltaban dos meses para recuperar mi libertad.

Dos meses.

Mil cuatrocientas cuarenta horas.

Sesenta días.

Sí, allí me habían enseñado a contar muy bien... Pero mientras esos días transcurrían, yo no debía relajarme. Tenía que continuar siendo exactamente lo que ellos me pedían que fuera. No hablaba algonquin, hablaba francés. Ya no era un indio, pero tampoco era un blanco. Ya no era Jonás, era un número.

Un simple número.

Obediente, productivo y disciplinado.

Seguía siendo de noche, pero mi reloj interno me despertaba siempre un poco antes de que la hermana Clotilde la lámpara de nuestra recámara, gritando: "¡Arriba!". Me gus taba ese momento apacible antes de levantarme. Me daba la ilusión de que era un pequeño paréntesis que me pertenecía.

–¿Quién está masticando algo? – preguntó una voz en la oscuridad.

– ¡Apuesto que es otra vez el número cuarenta y dos que robó unas galletas a las hermanas! – dijo otra voz más infantil.

– Bueno, ¿y entonces quién mierda es? – insistió la primera voz.

– No te va a contestar y tampoco te va a dar.

La discusión terminó en cuanto la hermana apareció súbitamente.

– ¡Arriba! – gritó, y lanzó sobre nosotros un charco de luz. Parpadeando, dirigimos la mirada hacia la cama del número cuarenta y dos. Éste se limpiaba la boca y parecía satisfecho.

– ¿Qué? ¿Quieren una foto mía? – preguntó.  

Nadie le contestó. Pero continuaron las murmuraciones. Le eché un vistazo a mi reloj. Las seis con ocho. Me tomé un minuto para observar el cuarto. El muro era de un blanco sucio y en él había dos ventanas enrejadas. El piso burdo albergaba una veintena de camas idénticas, cubiertas con horrendas mantas color marrón. El plafón estaba cada vez más rayado, como roído por nuestro anhelo de escapar de ahí. Yo llevaba ya seis años en ese internado y, sin embargo, ese escenario me seguía impresionando. Por centésima vez, me prometí a mí mismo que ese verano lo pasaría a cielo abierto... 

Las seis con nueve. Allá afuera continuaba la tormenta y hacia vibrar las ventanas. Jalé la manta hasta mi barbilla: no quería admitir que ya casi era la hora. A partir del momento en que la hermana Clotilde encendía la luz, teníamos diez minutos para vestirnos y presentarnos en el refectorio.

– ¿Crees que hayan podido reunirse con sus ancestros? – le preguntó el número cuarenta y cinco al número cincuenta y tres, ambos niños provenientes de la misma reserva perdida en el Gran Norte. 

Recientemente, una epidemia de gripe se había llevado a una decena de alumnos y al padre Tremblay. La capa de hielo era tan gruesa que tuvimos que cavar unas tumbas temporales en lo que llegaba el deshielo. Y aquella imagen se quedó grabada en nosotros.

– Pues no lo creo... Según yo, sus almas deben estar bloqueadas bajo el hielo – dijo su amigo y se acostó sobre la cama como un muerto que mira hacia el cielo.

– Para! ¡No es gracioso! ¡No hay que burlarse de los muertos!

– No me burlo, sólo imagino estar en su lugar – respondió el otro con calma, apoyado en los codos.

Los chicos de mi dormitorio tenían entre ocho y diez años. Ninguno de ellos era amigo mío. Ni siquiera conocía sus nombres. Salvo por el del ladrón de galletas, Gabriel, un inuit de mi edad que trabajaba junto conmigo desde hacía tiempo en el mismo taller. Pronto comprendí que, para evitar problemas, más me valía mantenerme apartado de los demás. Sobre todo, de aquellos que buscaban en mí a un protector e intentaban acercárseme. Esto se debía a que yo era el más grande de todos, pero más que nada porque, a fuerza de trabajar en el bosque, mi corpulencia era ya la de un hombre...

¡Quedaban sólo cinco minutos! Me senté en la cama, me estiré y, muy a mi pesar, eché a un lado las cobijas. Me envolví cuidadosamente los pies con pedazos de lana que había pescado aquí y allá, y me calcé las botas. Me puse tres suéteres agujerados y tomé mis cosas bajo el brazo para dirigirme al refectorio donde nos aguardaba, como cada mañana, un plato de avena con agua.

La dieta de invierno.

¡Cada año era la misma cosa! Durante los primeros meses nos daban leche y después las provisiones comenzaban a escasear y nos faltaba de todo... Salí del dormitorio, dejé la puerta abierta y los demás me siguieron. Un poco más lejos, estaban las niñas formadas en fila. Con la mirada busqué a Lucía y en seguida la localicé: conversaba con una de sus compañeras de cuarto. En cuanto me vio, me hizo un saludo amistoso con la mano y yo le sonreí discretamente. Esa linda inuit, de aproximadamente diez años, había llegado al internado dos años antes. Yo me había fijado en ella porque pasara lo que pasara, siempre se le veía contenta. Su cara irradiaba una alegría de vivir capaz de soportar tanto el mal tiempo como los malos tratos. Su sola presencia aliviaba un poco las heridas de mi alma...

Me encaminé. Detrás de mí podía escuchar los largos bostezos de los más pequeños. Los medianos y los grandes cuidaban sus traseros pues sabían que en cualquier momento les podía caer un golpe encima.

Al bajar por la escalera que llevaba a la planta baja, no pude dejar de mirar por milésima vez el gran cuadro que decoraba el muro. Con los brazos extendidos y las palmas abiertas, Cristo parecía volar en el cielo, y de sus pies derivaban dos caminos: uno era el del bien, que conducía hasta un rectángulo nombrado "Paraíso"; el otro, el camino del mal, llevaba directamente al "Infierno".

Esa imagen me tenía fascinado, no porque yo creyera en su dios, sino porque resumía toda la filosofía de aquel lugar que tanto aborrecía.

En el "internado para salvajes", como ellos lo llaman, o te sometes a las reglas para sobrevivir o no lo haces. Si decides no hacerlo, en el mejor de los casos vives en el infierno, en el peor de ellos, mueres... 

Lagrimas de BosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora