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El siguiente día transcurrió como en un sueño. No tenía ni la menor gana de enfrentar larealidad, así que puse todo mi empeño en permanecer sumergido en los sueños de la noche.

Al final de la mañana, salí de ellos de manera brutal.

La hermana Clotilde me ordenó que cortara y rebanara las piezas del cadáver de alce quehabían traído anteriormente los cazadores. Al comenzar, el contacto con la carne helada meresultó difícil. Pensaba en los cuerpos enterrados bajo el hielo, y eso me producía náuseas.Afortunadamente, explorando mis recuerdos antiguos, logré rememorar los momentos en losque mi madre y yo preparábamos la carne. A partir de eso, todo fue más fácil. Incluso hice algoque hacía entonces: puse aparte unos tendones para ponerlos a secar bajo mi cama. Másadelante, cuando saliera del internado y tuviera que buscar mi alimento, podrían resultarmeútiles...

Corté la carne en cubos y los puse en ollas grandes, no sin antes dar gracias al animal pordarnos su carne.

Cuando nos sentamos a comer se soltó un aguacero. Las borrascas producían unos silbidosagudos que me hacían pensar en un ejército de fantasmas marchando. Sacudí la cabeza y meconcentré en los pedazos minúsculos de carne que flotaban en mi plato. Como siempre, lashermanas se habían quedado con os trozos más grandes. Por mi parte, casi no había logradoComer nada desde el día anterior y tenía un hambre de lobo.

Acerqué el plato a mi boca y engullí todo de un solo golpe. La misera porción que cayó en miestómago no era suficiente. Cosa rara la sopera estaba todavía sobre la mesa. Como el padre Séguin y las hermanas no estaban atentos, aproveché para servirme otropoco.

– ¡Mire, padre! ¡El número cinco se sirvió de nuevo!

Con el cucharón todavía en la mano, le lancé a Gabriel una mirada fulminante. El,orgulloso, me miraba por encima del hombro.

– ¿Tienes envidia, número cuarenta y dos? ¿Tú también quieres doble porción? – lepreguntó Séguin, clavando sus ojos verdes en él.

La mirada de Gabriel dejó de ser triunfante y se llenó de miedo. Los labios le temblaronligeramente. ¿Se trataba de una trampa o era solamente que la Víbora estaba de buen humor?Después de todo, apenas ayer nos había dado un día de descanso...

– Y bien, número cuarenta y dos, estoy esperando tu respuesta. ¿Quieres sí o no otraporción? – repitió el sacerdote en un tono neutro.

– Eh... sí... sí quiero.

La Víbora sonrió.

Mala elección.

– Muy bien, pero ¿acaso la mereces? El número cinco estuvo vigilando la olla durante toda latarde y ayudó en la preparación de nuestra comida.¿Tú qué hiciste hoy? – le preguntómientras encajaba la empuñadura de su bastón en el pecho del chico

– Yo... ordené la bodega – respondió éste torciendo la boca.

– ¡Oh! ¿Ordenaste la bodega? Qué raro, yo estuve ahí hace un rato y estaba exactamenteigual que ayer. ¡No te esforzaste demasiado!

– Pues yo... De pronto Séguin le dio un fuerte golpe en el pecho con el bastón. Gabriel se dobló por lamitad. Entonces el padre se volteó hacia los demás y preguntó en voz alta:

– ¿Ustedes creen que el número cuarenta y dos merece esa segunda porción? – preguntósacudiendo lentamente la cabeza, remedando la respuesta que deseaba escuchar.

– ¡NOOOOO! – contestaron todos en coro.

– ¡Ahí está! ¡La verdad en boca de los niños!

– Pero yo...

– ¿Te atreves a contestarme? En tal caso, ¡mañana le darás tu porción al número cinco!El mal estaba hecho. Gabriel me lanzó una mirada cargada de odio. Afuera se escuchó untrueno y tuve la impresión de que era un eco de su cólera.  

Lagrimas de BosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora