Al pasar por el cementerio sentí que, a través del hielo, los muer- tos seguían con los ojosnuestro cortejo fúnebre. Yo iba al fren- te, caminando de espaldas y sosteniendo al sacerdotepor las axilas. Gabriel lo cargaba sujetándolo de las piernas. En el lapso de quince días ésta erala segunda vez que transportaba un cadáver de noche, lo cual me dio la impresión de estaratrapado en una interminable pesadilla.
Primero la víctima.
Después el verdugo.
¿Era acaso una especie de justicia divina?
De acuerdo. ¿Pero de qué dios?
¿Del de ellos o de los nuestros?
A nuestro alrededor, el bosque crujía como si saliera de un largo sueño. Sus ruidos siniestroscubrían el de nuestros pasos. Para abrir el portal tuve que sostener el cuerpo con una solamano mientras la cabeza reposaba sobre mi rodilla doblada. Todo eso me parecía absurdo. Conla mano medio temblorosa, metí la llave en la cerradura y le di vuelta. Un ligero clic fue laseñal de que había cogido la llave correcta. Apoyé la espalda contra el portal, empujándolosuavemente para evitar que los goznes rechinaran.
Un instante más tarde, me dije que lo más duro ya había pasado puesto que estábamos dellado del bosque. Pero al cerrar el portal, Gabriel dejó caer el pie izquierdo del sacerdote. Alcaer, éste produjo un sonido seco que nos dejó fríos. Angustiados, dirigimos la mirada hacia lasventanas del internado.
Al ver que nada se movía, nos lanzamos por el camino llevaba al río congelado. Cuandocruzamos el puente nos sentimos aliviados, bien protegidos bajo las frondas. Pero nos quedabaaún un buen trecho de camino por recorrer. En parte derretido, en parte congelado yresbaloso.
– Fijate bien dónde pisas.
– Ya sé, Jonás...
Se me dificultaba ubicarme en la oscuridad. Y el cuerpo de la Víbora pesaba cada vez más.
– No se movió? – me preguntó repentinamente Gabriel
– ¿Quién?
– ¡Quién crees! Me pareció sentir que temblaba su pie
– Estás delirando...
– Si, bueno, al menos podríamos encender la linterna. ¡No quiero caer en un hoyo!
Bajo el haz de luz amarillo de la linterna, el bosque me hizo pensar en un mundo en ruinas.Cuando dirigí la luz hacia el cuerpo inerte, éste me pareció de pronto más pequeño y frágil quenunca. ¿Cómo este individuo nos pudo aterrorizar tanto? ¿Y por qué nunca intentéenfrentarlo? Ni siquiera cuando Lucía me había suplicado que lo hiciera...
Luego de una buena media hora de caminata, llegamos frente al pequeño lago donde a vecesnos bañábamos en verano. Me detuve en la orilla y le hice señas a Gabriel de que dejara elcuerpo en el suelo. Una vez liberados del peso del cadáver, nos tomamos un minuto paracalmar la respiración.
– ¿Qué hacemos ahora? – murmuró Gabriel.
– Sostén esto – le dije entregándole la linterna.
Gabriel alumbró con ella la superficie del lago.
Ya se notaban las grietas por el deshielo.
– El hielo no tardará en romperse-observé
– ¿Lo ves? ¡Te dije que era peligroso!
– Calmate, es justo lo que necesitamos – le respondí golpeando la superficie con el bastóndel sacerdote.
Un pedazo de hielo se desprendió y desapareció casi de in- mediato en el fondo. Por uninstante me quedé inmóvil, fascinado: contemplar esa agua negra y movediza producía en míuna horrible sensación de irrealidad.
– ¿Tú crees en los wendigos?-me preguntó de repente Gabriel con voz temblorosa.
Los wendigos...
A menudo mi madre me había hablado de esos seres malévolos y caníbales que viven en elbosque. De niño, esas historias me habían aterrado y habría preferido que Gabriel nopronunciara esa palabra en voz alta. Sobre todo, de noche en pleno bosque y justo ahora que yocargaba el cadáver de un hombre...
– Séguin no se va a transformar – dije decidido –. Estoy de acuerdo en que hizo cosashorribles, pero nunca se comió a un niño.
– ¡Eso no fue lo que yo escuché decir! El cincuenta y tres me dijo que aquel invierno en quehizo mucho frío y que nos faltaron provisiones, nos alimentaron con la carne de los muertos...
– Son cuentos – le contesté conservando la calma.
– Aunque bien preparada, dicen que es como carne de res....
– ¡Te digo que son puros cuentos! ¿Recuerdas haber comido algo que supiera a carne de resaquí? ¡Yo nunca!
– No lo sé. Las pocas veces que nos daban carne, con frecuencia era asquerosa, por eso digoque... Y además no sabemos qué pasa allá en la cocina. Es posible que hallamos comido carnehumana sin enterarnos.
– ¡Para ya! ¡Es como si quisieras que eso fuera verdad! ¡Da igual!
Gabriel calló por fin. Pero había sembrado en mí la duda. Un montón de historias, unas másterribles que otras, se decían acerca de Séguin y no era fácil distinguir lo falso de lo verdadero.
Ésta en particular me perturbaba, y si normalmente el bosque representaba un refugio para mí,esa noche me evocaba la atmósfera de aquellas historias fantásticas que mi madre me contabaal anochecer y frente al fuego...
– ¡Bueno, hay que darse prisa! ¡A como dé lugar tenemos que estar de vuelta antes de que sedespierten las hermanas! – dije, y empujé despacio el cuerpo de Séguin al hoyo que había hechoen el hielo.
El torso del sacerdote permaneció un momento en la superficie, luego se tambaleóligeramente como si se resistiera a acabar en el fondo. Petrificados el horror, aguardamos hastapor que se hundió en el agua.
– ¿Y el bastón? ¿Qué hago con su bastón? – preguntó Gabriel aterrado y blandiendo elobjeto fetiche del sacerdote.
–¡Pronto! ¡Mételo bajo su brazo!

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Lagrimas de Bosque
Genç KurguEsta historia no es mía todos los derechos a su autor en realidad le quiero dar popularidad aquí a la autora Nathalie Bernard la verdad esta historia me encanto bástate espero que les guste. Jonás acaba de cumplir dieciséis años, lo que significa qu...