D - 58 (18:10)

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Mis compañeros de dormitorio se dirigieron a los baños para el aseo obligatorio antes de la cena. No me preguntaron por qué yo no me unía a ellos. Hacía tiempo que nadie intentaban comunicarse con el número cinco, cosa que a mí no me molestaba.

Cuando por fin estuve solo, suspiré profundamente y cerré los ojos.

Necesitaba esos momentos de soledad. Aunque fueran breves me renovaban.

Estaba sentado sobre la cama y los músculos de los brazos y las piernas me dolían. Sentía como si miles de agujas me atravesaran los dedos de los pies. Me quité los calcetines y noté que tenía dos dedos completamente blancos. Los masajeó suavemente para devolverles el color.

Después descubrí el calcetín causante de esto.

– Otra vez un agujero! – exclamé enojado y escarbé en el fondo de mi mochila.

Saqué una cajita de cartón y la abrí con cuidado. Dentro había una aguja y un carrete de hilo negro que me había dado el padre Tremblay unos años atrás. Este tipo de detalles me recordaban cuánta falta me hacía él. Apesadumbrado, corté un hilo y ensarté la aguja, pero mi gesto quedó suspendido en el aire.

¡De pronto entendí quiénes eran los niños que habían escapado!

Eran unos chiquillos que la habían pasado mal durante los primeros meses. Tenían la piel más oscura que el promedio y por eso les habían limpiado la cara varias veces con agua clorada para blanquearlos un poco. Los efectos de este tratamiento eran obvios: ojos rojos, picazón y peladuras en la piel...

Un horror.

Por no mencionar lo que había sucedido después: los chicos habían pegado de gritos en su lengua nativa y las hermanas les habían lavado la boca con jabón hasta que vomitaron. 

Después vinieron las burlas de los demás internos... Porque cada vez era más frecuente que los inuit enfrentaran a los cri, los grandes a los pequeños, los pálidos a los morenos, y todos infligían a los recién llegados los maltratos que ellos mismos habían padecido al ingresar.

Estos comportamientos reforzaban en mí las ganas de quedarme al margen como fuera...

Terminé de ensartar la aguja e hice un nudo en el hilo. Seguramente, esos chiquillos habían llegado a su límite a causa de los entierros temporales luego de la gripe. Las tumbas congeladas conservaban los cuerpos mientras llegaba el deshielo. Pero cuando el sol pegaba sobre ellas en determinado ángulo, los niños que jugaban en el patio podían adivinar las siluetas azulosas cubiertas por la capa de hielo...

– Odio a Séguin! ¡LO ODIO!

Lucía había entrado al dormitorio; llevaba una cubeta con agua caliente y un cepillo.

– ¿Es idiota o lo hace adrede? ¿No se da cuenta de que todas esas cosas avivan nuestras

ganas de escapar? – me preguntó mientras tallaba afanosamente debajo de mi cama.

Le hice seña de que se callara.

– No me importa si me escucha! ¡Espero que ese monstruo se queme en el infierno!

Durante unos segundos imaginé al sacerdote ensartado en un alambre gigante que el diablo mismo hacía girar sobre la lumbre. Esa imagen me arrancó una sonrisa.

– Ah, ¿lo ves? ¡Tú piensas lo mismo! – exclamó Lucía señalándome con el dedo y emitió una risa cristalina.

Le eché un vistazo a mi reloj. Eran ya las dieciocho con veinte.

– ¡Date prisa! Vamos a llegar tarde.

– Me importa un pepino.

– Sí que te importa, Lucía. Ya vi que Séguin anda tras de ti...

Ella no contestó, pero su mirada se ensombreció.

– ¡Anda, ve! Te alcanzo en dos minutos. Si la Víbora nos ve juntos, de seguro nos la va a cobrar – le dije mientras me ponía rápidamente el calcetín.

Me calcé las botas justo en el momento en que sonaba la campana. Era la señal de urgencia.

Lucía se detuvo en la entrada del dormitorio y se volvió hacia mí.

– ¿Crees que ya los encontraron? – me preguntó con la voz entrecortada.

– ¡Ven, vamos a enterarnos! 

Lagrimas de BosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora